Han pasado tan
sólo tres semanas y como era de esperar la noticia ya desapareció tanto de los
medios masivos de comunicación como de las redes sociales. Al parecer nos bastó
con un video que sugiere (no prueba) que el objetivo del ataque era el
empresario Fariñas. Y claro, muchos otros mueren a diario y los listoncitos
negros aburren al rato. Así que insisto un poco, no porque el asesinato de
Facundo Cabral sea más importante o importe más que otros asesinatos, sino
porque dado su alta carga simbólica nos permite ver aspectos que permanecían
ocultos o que no habíamos relacionado. Parafraseando a Orwell, todas las
muertes son iguales pero, a nivel colectivo, algunas muertes son más iguales
que otras.
Las muestras de
indignación, las rasgaduras de vestido y los pedidos de perdón que generó el
asesinato de Facundo Cabral—en parte genuinas y en parte producto de la
perversa culpa cristiana que nos define como sociedad—quizás se puedan entender
al menos parciamente si vemos la muerte de Cabral no sólo como un atentado
contra la vida, sino también como un atentado contra uno de los supuestos
bastiones de la exigua y ninguneada identidad guatemalteca: la hospitalidad. Si
de algo nos enorgullecemos los guatemaltecos, si de algo nos creemos
verdaderamente capaces, es de organizar una buena fiesta, de ser buenos
anfitriones, de ser serviciales y gentiles, de tratar bien al turista. Y claro,
el asesinato de un huésped viene a resquebrajar este esquema, más aún si se
trata de alguien que, como Cabral, se miraba tan inofensivo. Pareciera ser
contradictorio, entonces, que una sociedad que se jacta de su hospitalidad y
que depende tanto del turismo sea una sociedad tan poco tolerante, tan propensa
a solucionarlo todo con balas, sobornos o rumores. Esta contradicción, sin
embargo, sólo aparenta serlo pues somos, contrario a lo que creemos, una
sociedad sumamente tolerante y, por ende, hospitalaria, aunque esta
hospitalidad que practicamos sea condicional y limitada.
Si bien el discurso
liberal y políticamente correcto presenta la tolerancia como un ideal y
práctica al que todos debemos aspirar, la tolerancia que propone es en realidad
profundamente asimétrica. El que debe tolerar es el excluido, el marginado, el subalterno, el desempleado, el étnicamente
otro que no solo debe tolerar las decisiones y directivas de los que se
encuentran en posiciones de poder (económico, político, cultural, religioso o
sexual), sino también al sistema mismo que lo excluye y margina. En efecto, la
violencia doméstica, los despidos masivos, el desempleo, la corrupción, el
pésimo trasporte público, la situación del sistema de salud público, la
desigualdad, la pobreza y la violencia sistémica, entre otras, deben ser toleradas por aquellos que se
encuentran en una posición de inferioridad.
Las élites
económicas y políticas, por su parte, no construyen su vida alrededor de la
tolerancia, aunque la pregonen desde los púlpitos de las iglesias, los
desayunos de alta gerencia, los escaños del congreso o las tarimas electorales.
Sus vidas, más bien, giran en torno a evitar
o eludir. Ya sea protegiéndose
detrás de nefastos guardaespaldas, viajando en carros blindados y
polarizadísimos, trabajando en centro corporativos exclusivos, recluyéndose en
casas apartadas e híper-resguardadas, transportándose en helicópteros o aviones
privados o comprando y comiendo en lugares y horarios reservados exclusivamente
para ellos, las élites políticas y económicas intentan de cualquier modo
posible no mezclarse con aquellos que deben tolerarlos. Las élites, pues,
practican la tolerancia siempre y cuando los que deben tolerarlos permanezcan
ocultos, invisibles y calladitos.
En efecto, para
las élites en Guatemala (y en mayor o menor medida en el resto del mundo) el
resto de guatemaltecos, y en especial las poblaciones indígenas, somos meros
invitados, tolerados siempre y cuando
no cuestionemos sus reglas y sus normas, siempre y cuando aceptemos a priori
que estamos en su casas, que ellos
son los soberanos y que lo único que nos han dado es un permiso de permanencia temporal. Y nosotros, como buenos invitados,
llevamos décadas, si no siglos, sin cuestionar de quién es realmente la casa,
sin querer darnos cuenta que tener permisos no es lo mismo que tener derechos,
sin querer percatarnos que lo que realmente busca la tolerancia del discurso
políticamente correcto es, justamente, prolongar la actitud pasiva y permisiva
de nosotros los invitados. Expresiones, casi podríamos decir conceptos, como
“mande” o “para servirle” son así muestras no de nuestra hospitalidad sino, más
bien, de nuestra inmensa tolerancia.
La tolerancia del
discurso liberal y políticamente correcto es, sin lugar a dudas, “mejor” que la
intolerancia, que la violencia directa, ya sea esta física o verbal. Sin
embargo, la tolerancia políticamente correcta es también una forma de violencia
que podríamos llamar indirecta o sistémica y que funciona como sustituto o,
mejor dicho, como antídoto al cuestionamiento, la duda, la disidencia y la
rebeldía. Tolerar, en este contexto, implica
más “soportar, sufrir o llevar con paciencia” que “respetar las ideas,
creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las
propias.”[1] Como señala Michel Foucault,
“la tolerancia es precisamente lo que excluye el razonamiento, la discusión
y la libertad de pensamiento en sus formas públicas,
aceptándolas—tolerándolas—solamente en su uso personal, privado y oculto,” es
decir, cuando los que toleran no alzan la voz, no exigen, no reclaman.[2] Vista
bajo esta perspectiva, la tolerancia se revela como lo que realmente es: una
actitud profundamente exclusivista y anti-democrática que no sólo permea todas
las relaciones de poder—mujer-hombre, indígena-ladino, trabajador-dueño, etc.—sino
que termina inhibiendo aquello que supuestamente busca fomentar, es decir, la
empatía, el respeto y la búsqueda de un entendimiento genuino, honesto y
desinteresado del otro.
No es difícil
deducir que la hospitalidad que practicamos reproduce la lógica de la
tolerancia. El invitado es tolerado siempre
y cuando se ajuste a las reglas y normas establecidas por la casa, no alce
mucho la voz, se deshaga en cumplidos y mantenga los buenos modales; es decir,
siempre y cuando no ponga en duda que el anfitrión es el soberano y que éste
tan solo le ha dado permiso de estar
en su casa por un tiempo limitado. Esta hospitalidad condicionada es siempre
una hospitalidad que vigila y controla al huésped, una hospitalidad que busca
imponer su estilo de vida, su lenguaje, sus reglas, su cultura, su
sistema político; en suma, una hospitalidad que no acepta al otro como lo que es sino, a lo sumo,
como lo que quisiéramos que fuera. Es, pues, una hospitalidad condicional y limitada. La hospitalidad genuina,
pura e incondicional es, por el contrario, una hospitalidad que se ofrece de
antemano a alguien que no es esperado ni ha sido invitado, es decir, a
cualquiera que llegue a visitarnos. Es una hospitalidad que no impone reglas,
límites, culturas o lenguajes; que no invita sino que más bien se abre radical e
incondicionalmente a eso otro que nos
visita sin previo aviso y sin prestar atención a su clase social, cultura,
género u opiniones políticas o religiosas.[3] Es pues, una hospitalidad que no
está basada en la tolerancia sino más bien en la empatía y el respeto.
El asesinato de
Facundo Cabral quizás haya causado tanto repudio, tanta indignación, tanta mea
culpa transitoria porque nos reveló que no existe realmente una contradicción
entre la hospitalidad que practicamos y nuestra supuesta intolerancia. Resulta,
más bien, que somos sumamente tolerantes y que esa inmensa tolerancia permea
nuestra hospitalidad. Que haya pasado tan sólo tres semanas y el asesinato de
Cabral (y de muchos otros) haya quedado ya en el olvido es una prueba contundente de
ello: nuestra tolerancia es, al parecer, inquebrantable e infinita.
Notas
[1] Las acepciones de “tolerancia” son de la
versión en-línea del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española
(www.rae.es).
[2] Michel Faucault, The
Government of Self and Others: Lectures at the
College De France, 1982-1983 (Ed. Frédéric Gros. Trans. Graham Burchell. New York: Picador, 2011), 37 [mi traducción].
[3] Mi descripción de la hospitalidad incondicional está
basada en el concepto de hospitalidad como categoría política desarrollado por
Jacques Derrida, entre otros. Ver, por ejemplo, sus textos Sobre la hospitalidad: entrevista a Jacques Derrida y
“Auto-inmunidad: suicidios reales y simbólicos.” Ambos se pueden encontrar en
la web.
Esa es la verdadera muerte, cuando ya no se acuerdan de ti, cuando ya nadie pregunta ni se acuerdan de ti; recuerdo y siempre me he preguntado !Quien mato a Epaminondas Gonzalez, Presidente de la Corte de Constitucional! muerto en abril de 1994, hecho que hasta hoy me impresiona y mas, su no resolucion. Respecto a la tolerancia, mas se asemeja al aguante de quien la practica sin aceptarla, por las consecuencias del no, sin embargo cuando dos tolerantes se enfrenten alguno tendra que asumir el rol del tolerante.Sobre la hospitalidad, el huesped y el hospedero, hay mucho que hablar porque siempre sera relativa y comparada con..., creo al final que solo el huesped y no el hospedero es el que podria opinar sobre su verdadero sentir mientras lo fue.
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