1.23.2014

Auto-diálogo, polvo y plagio


En este último mes hemos más que confirmado que en Guatemala nunca sabemos a ciencia cierta si somos partícipes de una compleja y surrealista puesta en escena, o si más bien somos cómplices de una epopéyica parodia. Como muestra, tres sucesos más interrelacionados de lo que parece a simple vista.

Primero, la auto-entrevista de Haroldo Sánchez, ganadora de un solo y desde ya de los premios Clavo Ajeno 2014. Confieso que no pasé de los primeros dos minutos. Simplemente no pude verlo. No pude ver cómo alguien puede humillarse tanto a sí mismo pensando que está siendo cool, vanguardista y/o ingenioso. Se me erizó la piel. Pensaba en qué es necesario, en qué tipo de sociedad tenemos que vivir, para que un periodista/escritor crea que su parte periodista pueda entrevistar a su parte escritora y salirse con la suya. Quizás exagero pero, ¿no es ese gesto al parecer individual síntoma de una sociedad bipolar que por un lado clama a los cuatro vientos vivir en el país más lindo del mundo mientras muestra absoluta indiferente ante la desigualdad, la pobreza y la corrupción, ante la indiferencia misma? No sé, quizás exagere, como dije, pero me parece sumamente revelador que un periodista opte por entrevistarse a sí mismo, en partirse temporalmente para grabar primero las preguntas y luego las respuestas. Y digo revelador porque la auto-entrevista sugiere que quizás hemos llegado al punto en el que la comunicación real y significativa es imposible, al momento en que la única manera de sentirnos bien, de mantener cierta autoestima, es hablándonos a nosotros mismos, sin tener que dialogar, escuchar, argumentar, convencer. Y, viéndolo bien, no hay mucha diferencia entre la auto-entrevista del Sr. Sánchez y los “debates” del congreso, así con minúscula. Un congreso en el que nadie realmente dialoga con nadie.

Segundo, y muy ligado a lo anterior, el Segundo Informe de Gestión de Gobierno y el polvazo a la Vice-Presidente. ¿No es el Informe una versión más elaborada, más rimbombante, más espectacular y con más recursos que la auto-entrevista de Haroldo? Digo, ¿a quién le hablaba realmente el Presidente si no era a sí mismo? ¿Alguien realmente cree que su gobierno va viento en popa, que se ha logrado todo lo que dice haber logrado? El Informe pareciera ser, más que informe, una especie de charla auto-motivacional presentada ante un público escogido cuya función no es ser interlocutor sino espejo, espejo que tan solo refleja la imagen que el Presidente y su gobierno tienen de si mismos. Presentarlo en un teatro dice mucho, pero negarse a presentarlo en el congreso dice aún más. Refleja, también, el límite comunicativo al que hemos llegado como sociedad. El límite y la absoluta falta de interés por el diálogo significativo y la construcción conjunta de proyectos a largo plazo. Además, el temor a la crítica, por más risible que sea viniendo del congreso; el temor a perder el control de la situación, a que el espejo no refleje lo quiere ver sino lo que realmente hay: una sociedad partida que agoniza bajo el yugo de su propia indiferencia. Y en este contexto, el polvazo es un síntoma claro tanto del hartazgo como de la incapacidad de construir desde el diálogo y el argumento. Dejando a un lado quién lo planificó y ejecutó, el polvazo encierra en sí mismo el proyecto político que hemos construido hasta el momento, un proyecto cuyo fundamento es siempre la reacción y no el argumento constructivo, el ataque directo y no el diálogo significativo. Y si a esto le añadimos la reacción de la Vice y el show mediático posterior armado por el Gobierno, el polvazo se convierte en metáfora casi perfecta de la democracia guatemalteca, una democracia sin cuerpo ni sustancia ni peso en la que todo se desvanece en el aire.

Tercero, y como broche de oro (oro chafa, obviamente), el “libro” de Baldizón, que no es más que la proyección de sí mismo, es decir, otro auto-diálogo. Pero, ¿no es el copy/paste reflejo y consecuencia de la incapacidad de diálogo significativo, la imposibilidad de crear proyectos a largo plazo y la incompetencia para argumentar coherente y convincentemente? Más allá de cuestiones éticas, el plagio hecho por el que, según las encuestas, será el próximo presidente del país nos da una buena idea del concepto que tiene la clase política de aquellos que los eligen: crédulos, incautos e incapaces de verificar, dialogar e informarse; en suma, unos pendejos a los que se les puede babosear y apantallar replicando frases y recetas ajenas. Que esta vez el tiro le haya salido por la culata, es decir, que su pastiche haya sido descubierto, dice más del vil descaro de la clase política que de los votantes que esta vez desenmascararon la farsa. Así visto, el “libro” de Baldizón bien funciona como sinécdoque de una sociedad en la que el fin justifica los medios, el plagio y la repetición son más valoradas que el pensamiento independiente, y las apariencias generan más afecto que las ideas, los argumentos y el pensamiento crítico.

Auto-diálogo, polvo y plagio: al parecer, los tres pilares de una sociedad esquizoide que ojalá pronto se de cuenta que solo mediante sus opuestos —diálogo, sustancia e ideas propias— podrá empezar a cambiar significativamente.

9.27.2013

Narcotráfico, capitalismo, soberanía


Durante su campaña, el ahora presidente Otto Pérez prometió mano dura con la delincuencia y el narcotráfico pero a las pocas semanas de asumir la presidencia anunció que iniciaría consultas y escucharía propuestas para descriminalizar la producción, tráfico y consumo de drogas; mismo discurso que ahora vuelve a repetir en la asamblea de la ONU. 
 
La propuesta fue rechazada de antemano por los Estados Unidos pero, curiosamente, fue recibida con beneplácito en sectores bastante conservadores de la población y la oligarquía guatemalteca. La pregunta que surge es, ¿a qué se debe esta ambivalencia? ¿Por qué se plantea la solución al narcotráfico y su violencia endémica entre dos polos esencialmente opuestos: lucha a muerte o legalización? Me parece que la respuesta se puede encontrar en la condición paradójica y aporética del narcotráfico como, por un lado, amenaza a la soberanía del estado y, por el lado, expresión máxima del sistema económico que el estado y las oligarquías defienden. 
 
No sería difícil argumentar que los capos de los carteles representan la figura del soberano por antonomasia, el que, en la teoría clásica de la soberanía, dispone sobre la vida y la muerte no solo de sus propios súbitos sino de la población en general. Pero los capos mismos también protegen y velan, cuando así lo creen necesario, por el bienestar de la comunidad que los hospeda. El ejemplo clásico es la casi devoción que tenían por Pablo Escobar en las zonas marginales de Medellín allá en los ochentas, pero también sucede hoy por hoy en las favelas brasileñas, el norte de México o el oriente de Guatemala. 
 
Para los narcotraficantes, estas comunidades no solo sirven como barrera protectora sino, por lo general, presentan las condiciones necesarias que facilitan la implantación de un nuevo poder soberano: pobreza, falta de presencia estatal, carencia de oportunidades económicas, etc. En estas áreas, tanto urbanas como rurales, el narcotráfico llega, muchas veces, a llenar el vacío estatal, especialmente en el área de seguridad. Así visto, la lucha entre narcotraficantes y el Estado es, aunque desde perspectivas e interés diferentes, una lucha entre dos soberanos por el control de territorio, población y recursos.  

Visto como una amenaza a la soberanía, es quizás previsible que el Estado recurra a tácticas y estrategias contrainsurgentes aprendidas y puestas en práctica durante las recientes décadas, mismas que fueron acompañadas de violencia sistémica contra la población civil y el habitual caudal de violaciones a los derechos humanos, precisamente como sucede en la actualidad en la lucha antinarcótica en México, Honduras y, en menor medida, Guatemala.

Pero la llamada guerra contra las drogas no es y nunca ha sido una lucha ideológica-política. Es decir, el narcotráfico no tiene un proyecto ideológico, no busca cambiar el modo de producción y tampoco opera bajo parámetros ético-políticos diferentes a los del Estado o el capitalismo. Por el contrario, el narcotráfico representa la separación absoluta entre la esfera política y la económica y, por ende, la consumación del sueño neoliberal y libertario, el mercado libre como ente rector de la vida y la ética individualista de la propiedad privada como canon máximo del desarrollo humano. El narcotraficante es, pues, la más pura expresión de la tan venerada figura del empresario (entrepreneur) que crea puestos de trabajo y, con ingenio, perseverancia y astucia, logra ser exitosos a pesar del Estado y las leyes que supuestamente limitan la innovación y la competencia. En suma, no se trata de una amenaza político-ideológica sino más bien de la expresión máxima de lo mismo que el Estado representa y defiende. No un afuera del capital globalizado y globalizante sino, más bien, su esencia más pura. 

En este sentido, el narcotraficante es, hasta cierto punto, la reencarnación del cowboy que va conquistando la frontera del Oeste y, así, expandiendo el territorio. El cowboy actuaba, necesariamente, fuera de la ley pues en el imaginario del Oeste luchaba precisamente contra lo salvaje y lo bárbaro. Pero, aún si actuaba fuera de la ley, los principios bajo los que actuaba no eran diferentes que los de la sociedad en su conjunto: la ética individualista, el trabajo como mecanismo de ascenso social y la imagen del hombre que se hace a sí mismo a fuerza de esfuerzo e ingenio (the self-made man). En pocas palabras, el cowboy del oeste y el narcotraficante son ambos, cada uno en su momento, la expresión límite del sistema que los incuba.

Es quizás por ello que el narcotráfico se sitúa en esa especie de limbo entre el rechazo oficial y su veneración subrepticia, entre la ilegalidad discursiva y la legalidad tácita. De ahí también la fascinación que genera la figura (en abstracto) del narcotraficante, pues se le percibe como el sueño tácito de todo soberano, de todo entrepeneur, de todo capitalista: un ser que impone su voluntad a pesar de las leyes existentes y los límites mismos que el Estado fija.

Publicado el 28 de septiembre del 2013 en Plaza Pública.

7.30.2013

Grandes y cínicos inquisidores


En Los Hermanos Karamazov, la novela de Dostoievski, uno de los hermanos cuenta una historia sobre el encuentro entre el Gran Inquisidor y Jesús, quien ha regresado a la tierra en el siglo xv y ha sido nuevamente condenado a muerte.

Mientras esperan que Jesús sea ejecutado, el Gran Inquisidor lo reprocha por haber cometido el error de ofrecerle a los hombres una libertad que no querían o con la que no sabían qué hacer. Más aún, reprende a Jesús por no haber pensado políticamente y, por ende, haber sido incapaz de apreciar la verdadera naturaleza del ser humano: su necesidad de ser dominado. Por suerte, continúa el Gran Inquisidor, la Iglesia si ha sabido captar las enseñanzas de Jesús de la manera más exacta posible: el hombre encuentra su libertad al ser dominado. Consecuentemente, añade el Gran Inquisidor, la Iglesia trata al hombre como realmente debió haberlo tratado Jesús, es decir, como un ser cómodo, débil y necesitado de dirección y dominación.

El Gran Inquisidor le aclara a Jesús que este trabajo, predicar conscientemente lo opuesto a sus enseñanzas, no es tarea sencilla pues implica aceptar la “carga moral del engaño consciente”, pero lo hace porque es la única manera de poder realmente alcanzar el fin supremo o último que Jesús quiso pero no pudo lograr: liberar al hombre; libertad que solo obtiene al perder la capacidad y/o posibilidad de decidir por sí mismo y vivir sin ataduras. Por ello, concluye el Gran Inquisidor, a él y a la Iglesia en general no les queda otra opción que colaborar “con el sistema de las necesidades—pan, orden, fuerza, ley—que hace a los hombres manejables”.

Para el filósofo alemán Peter Sloterdijk, el Gran Inquisidor de Dostoievski es el arquetipo del cínico moderno. Como señala en su Crítica de la razón cínica, para el cínico moderno todo se convierte en medio pues el fin siempre los justifica. Por ello, engañar en nombre de una “verdad” o un fin supuestamente ulterior no es contradictorio; es, más bien, el “sacrificio” último que están dispuestos a hacer por el supuesto bien de todos. (Vale aclarar que el cinismo moderno no tiene nada, absolutamente nada que ver con el Cinismo clásico de Crates, Hiparquía y, principalmente, Diógenes).

Lo que Sloterdijk llama la “falsa conciencia ilustrada” del cínico moderno es lo que le permite actuar como si no supiera sobre la naturaleza fabricada de sus creencias y opiniones; como si no supiera de las posibles nefastas consecuencias de sus actos y decisiones; como si no supiera que detrás de cualquier supuesto valor o verdad universal hay siempre un interés particular y puntual. Todo esto, claro está, con la finalidad de lograr el beneficio propio o reproducir relaciones políticas, sociales, económicas y/o culturales que le son ventajosas. Por ello, el cínico actúa siempre desde una posición de poder, ya sea como parte integral de este, como aliado o como aspirante a ostentarlo.

En la novela Muertos Incómodos: falta lo que falta, escrita por Marcos y Paco Ignacio Taibo II, uno de los personajes, un tal Morales acusado de estar involucrado en una serie de crímenes y negocios ilícitos perpetrados por el estado mexicano, retrata a cabalidad la subjetividad de los grandes, cínicos y abundantes inquisidores modernos. Dice Morales: “No es que uno sea cínico, sino realista. Y la verdad es que si no chingas, entonces te chingan a ti. Claro que hago negocios, y no me vengan ahora con tonterías de ética y justicia porque todos los negocios son sucios, siempre se trata de comprar barato y vender caro.  ¿O cómo creen que se hicieron las grandes fortunas de los hombres y mujeres más respetados de México y del mundo? Todo se compra y se vende: le tierra, el cuerpo, la conciencia, la Patria. Sí, bueno, no siempre compré. Sí, arrebaté, despojé, pero si no era yo iba a ser otro… ¿Traicioné? Depende de cómo lo vea uno. Según yo, sólo cambié de paradigma, y eso lo hacen todos en todo el mundo, nomás que le dicen “madurar”, “realismo”, “sensatez”. ¿Maté? Pues sí, pero es que uno no puede ascender sin mancharse las manos (…) ¿Engañé? No más que cualquiera de los políticos o empresarios. Bueno, es que hay niveles. O sea que en esto de la maldad hay amateurs y profesionales. Yo soy de los profesionales, pero empecé como amateur. Y no pierdo la esperanza de entrar a las grandes ligas, o sea entrarle a la política y quien quita y hasta llego a presidente de la República. Si ya otros lo han hecho, no veo por qué yo no (…) ¿Qué si le tengo miedo a la justicia? No me haga reír, ¿qué no ha entendido que nosotros somos la justicia?”

Le dejo a Usted, amable y conspicuo lector, la tarea de ponerles nombre y apellido a los numerosos cínicos modernos locales: los Grandes Inquisidores de la política, la economía, la cultura, la religión nacional. Los hay de derechas y de izquierdas, de bien arriba y de bien en medio; los que en nombre de la democracia decretan estados de excepción; los que se auto-denominan creadores de empleos y oportunidades pero cada día pagan peores salarios y menos impuestos; los que prometen a incautos desesperados volver a caminar y gozar de las bendiciones del Señor por un diez por ciento de sus ingresos mensuales; los que…


Publicado en Plaza Pública - 20 de julio, 2013

4.12.2013

Guatemala: otra vez

 
Cada vez cuesta más escribir estos textos quincenales [en Plaza Pública]. Es como escribir sobre lo mismo una y otra vez. Hace 1, 10, 20, 50, 100, 200 años que siempre es lo mismo. O casi lo mismo. O lo mismo con fachada diferente: racismo, corrupción, acaparamiento, valeverguismo, mediocridad, ataques por lo bajo, desesperanza, privilegios, orejas, shucadas, hipocresía y un largo, enorme etcétera.

Cada portada de periódico es la misma portada. Cada noticia la misma noticia. Cada estupidez del gobierno la misma estupidez. Cada robo el mismo robo. Y la apatía es ciertamente la misma. Claro, algunos invocan con más frecuencia el nombre del señor o se encierran aún más, como en los ochentas, en su propio mundo. Pero el baúl de la indignación pareciera ser uno sin fondo. Y las calles siguen vacías. 

Vacías aún cuando deciden gastarse 170 millones de dólares en aviones para supuestamente pelear una guerra absurda y ajena, mientras la desnutrición crónica sigue siendo real y muy nuestra. Aún cuando los gobernantes anuncian transparentes negocios un miércoles santo para que no duela tanto. Aún cuando el gobernante es implicado en masacres y crímenes de lesa humanidad. Aún cuando la gobernante llama "misogenismo" a uno de los mayores males de la sociedad, demostrando así no solo su analfabetismo funcional sino también lo poco que le interesa el tema. Aún cuando los gobernantes imponenen a la fuerza a sus allegados, salteándose los procedimientos establecidos porque claro: aquí mando yo y punto. Aún cuando el gobernante dice, “No voy a emitir opinión sobre las mentiras que están diciendo. No me voy a prestar a ese circo”; sabiendo que al decir “mentiras” y “circo” ya dio su opinión. Aún cuando la gobernante, refiriéndose a una investigación realizada por elPeriódico, afirma que “el 99.5 por ciento de lo que dice es mentira”. Así nomás, siendo su palabra su único argumento pero eso sí, habiendo calculado con absoluta certeza el porcentaje de mentiras. La vida quizás dé sorpresas, pero en Guate la política jamás las da. Es tan pero tan previsible que de haber Maquiavelo nacido en estas tierras no hubiera tenido nada que escribir. 

Pero eso sí. Hay que ver las muestras de indignación cuando aparece un funcionario del estado aprovechándose de su posición de poder para conseguir favores sexuales. ¿Ya viste el video? Se preguntan unos a otros como si nunca pasaran esas cosas. Como si preguntar absolviera, lo hiciera a uno diferente. El pedorro siempre es otro, supongo. Es todo como parte de un muy mediocre guión escrito hace más de un siglo donde los actores cambian cada cierto tiempo pero la trama sigue siendo la misma. Y los crédulos y confiados, aquellos que al parecer no pierden la esperanza con nada, repiten el mismo mantra: hoy sí muchá, este fijo la hace, le doy toda mi confianza, hoy si voto convencido… ups parece que no la va a hacer… mierda, es igual que los anteriores… no, me equivoqué, no es igual, es el peor de todos… ya ven muchá, les dije que no votaran por ese. Y así cada cuatro.

Y a uno como que le entra un poquito de esperanza cuando ve al Gran Bully en el banquillo. Pero luego uno oye y lee comentarios, posts, discusiones y dan ganas de volverlo a mandar todo al carajo. Los mismos argumentos racistas y clasistas. Disimulados, claro, pero igualitos a nivel discursivo. Y el mismo argumento falaz repetido hasta el cansancio como excusa disimulada, como una tímida muestra de afinidad: ¡pero que los juzguen a todos!, exclaman indignadísimos. Y pienso que qué dirían si a uno de sus hijos, el que está en primaria, el Gran Bully del colegio, que está en quinto bachillerato, le da una gran trancaseada; o si a su hija el mismo Gran Bully y sus secuaces le dan una gran manoseada; y, claro, se van a quejar a la dirección del colegio y el director del colegio les dice que sí, que lo lamenta mucho, que ya sabe usted que estamos totalmente en contra de los abusos de los bullies pero, ¿sabe qué, usted? No podemos hacer nada contra el Gran Bully si no tomamos al mismo tiempo represalias contra todos los que andan jodiendo en el colegio. ¿Qué le dirían al director?, me pregunto.

Pero entre todo es entendible la actitud. Quiera que no, la coyuntura es propicia para que se abra la caja de pandora, para que se sepan cosas muy incómodas de ese pasado que muchos quisieran que permaneciera perpetuamente en el olvido. El Gran Bully fue la cara más visible de esos años, la más extrovertida, la más exaltada, pero atrás, encima y al lado de él hubo muchos otros: los que atizaron el fuego del anticomunismo recalcitrante, los que apoyaron tácita o abiertamente la crueldad, los que la financiaron, los que se beneficiaron e incluso lucraron con ella. Claro que es duro aceptar que uno fue partícipe de la violencia sistémica, aún si fue desde el silencio, la apatía, la aceptación tácita. Es duro aceptar que el precio de mi paz y tranquilidad fue ponerle fin a los sueños, esperanzas y vida de miles de personas. Y sería fantástico, por supuesto, que el Gran Bully, sentado en el banquillo, en un ataque repentino de honestidad brutal, se atreviera a señalar, con nombre y apellido, a todos aquellos que entonces apoyaron, financiaron y, sobretodo, lucraron con todo aquello por lo que hoy es juzgado. Pero no, no sucederá.

Y mientras tanto, el gobernante decide darse una cínica o ingenua, ya realmente no se sabe, vuelta por el triángulo Ixil para repartir bolsas solidarias (¿qué? ¿ya no se se llaman así? ¿que ahora son seguras? Ah, ve pues.). Asegura, eso sí, que nada tiene que ver la visita con el juicio o el reciente señalamiento de haber estado involucrado en lo que hoy se juzga. Pero eso sí, en una ejemplar muestra de respeto hacia la independencia de poderes, no pierde la oportunidad de intentar quitarle legitimidad al juicio sentenciando, usando números precisos como su Vice, que el 50 por ciento de la población Ixil no está enterada del mismo. Claro, a él lo eligieron 2,300,979 votantes de los 7,340,841 inscritos en el padrón electoral, o sea el 31.3 por ciento, cifra que pareciera ser menor, aunque puedo equivocarme, que el 50 por ciento en mención.

En fin, no sé realmente, y la verdad poco inporta, si este gobierno es el peor o el más corrupto de todos, pero como van las cosas el premio al más hipócrita lo tiene asegurado.

Publicado en PlazaPública – 13 de abril, 2013 

3.01.2013

Libertad, censura y fe


Para decidir y actuar consecuentemente, el conocimiento y la ciencia nos sirven de poco. Estas sin duda nos revelan lo que existe y nos informan sobre lo que ya está ahí, pero es la fe, cierta fe, la que nos mueve a actuar. Es esta cierta fe la que nos hace decidir en última instancia entre diversas opciones; entre aquello que valoramos, valoramos menos o simplemente no valoramos; entre lo que existe, no existe o debiera existir. La decisión que tomemos, nuestro accionar y la energía que le dediquemos dependerá, en última instancia, de la intensidad de nuestra fe. Es—por más conocimientos que tengamos, por más análisis científicos que llevemos a cabo, por más rumiajes filosóficos que realicemos—una decisión basada en la fe. Pero seamos claros: de cierta fe, pues la hay de al menos dos tipos.

La primera, la que Mauricio Lazzarato llama la fe-hábito, es una fe que parte de la creencia de que el mundo y la realidad forman un todo ya dado, determinado de antemano y supuestamente coherente. Esta es la fe de las creencias religiosas, los nacionalismos y los sistemas políticos autoritarios y/o totalitarios en los que la verdad es siempre La Verdad: única, inmutable y eterna. La otra, la fe-confianza, supone que el mundo se crea día a día, que la realidad no es un todo ya dado o determinado de antemano y que, por ende, las verdades, si es que las hay, se van construyendo y desechando. Es un mundo que existe en el presente, lo que de ninguna manera quiere decir que ignora el pasado o desprecia el futuro, que no tienen un telos definido, una meta clara y conocida a priori. En el mundo de la fe-confianza no existe, literal o metafóricamente, un cielo o un infierno que premie o castigue nuestros actos de acuerdo a una receta previamente establecida, a Una Razón. Por el contrario, en este mundo hay múltiples razones y La Razón, si es que la hay, la tenemos entre todos. Es un mundo que reconoce que la realidad es incompleta e indeterminable y es precisamente esta condición inacaba la que impulsa a actuar.

Si el resultado de actuar bajo los parámetros de la fe-hábito es determinado y conocido de antemano (y por ende no es realmente un actuar sino más bien un imitar), el mundo de la fe-confianza se abre a lo desconocido y asume la incertidumbre como principio rector. Esto, quizás, es precisamente lo que en gran parte distingue al conservador: negar la posibilidad de lo incierto, hacer lo posible para que todo siga igual, “cambiar” para que nada cambie, ya que basa sus decisiones en la fe-hábito, en el futuro como consecuencia “lógica” y esperable de las experiencias previas pues ambas, experiencias y expectativas, las imagina existiendo en una línea recta y continua. Es por ello, supongo, que el conservador es desconfiado por naturaleza pues para actuar a sabiendas de que el futuro es incierto es necesario tener confianza en uno mismo y, sobretodo, en los otros, en aquellos que nos rodean.  

Con todos los peros que tiene el sistema político/legal norteamericano, hay una idea epicúrea en su Declaración de Independencia que siempre me ha gustado: que el estado garantiza the pursuit of happinnes (la búsqueda de la felicidad). Me gusta porque no asume que la felicidad es una y existe, que se la puede señalar y decir: “ve, ahí está la felicidad”. Por el contrario, se conceptualiza como un horizonte al que es imposible llegar pero que sin embargo motiva nuestro actuar. Es la búsqueda, el camino, lo que importa. No sé si sea cierto o no, es decir, no sé si sea la búsqueda de la felicidad lo que nos motiva a actuar pero, sea como fuere, creo que algo parecido sucede con la libertad de expresión pues ésta no es un algo ya dado, definible y determinable sino, más bien, un horizonte indefinible e inconmensurable que se construye día a día, palabra a palabra, protesta a protesta. Lo que hoy entendemos, a groso modo, como libertad de expresión hubiera sido inimaginable mil, cien, treinta años atrás; pero, al mismo tiempo, nuestro actual concepto de libertad será algún día considerado exiguo, limitado y limitante (o al menos eso quiero creer).

Indudablemente, la decisión del director de Plaza Pública de cerrar el blog “La vida (parcialmente) examinada” fue una decisión originada en y justificada por la fe-hábito. El motor del proyecto de Plaza Pública en su conjunto, sin embargo, pareciera ser la fe-confianza y la libertad de expresión como horizonte de acción. Por ahora, habrá que esperar si los puntos expuestos en el pronunciamiento de columnistas de este medio serán resueltos del lado de la fe-confianza o de la fe-hábito. En un país tan dado a esta última, a Verdades Absolutas, a restringir experiencias y limitar expectativas, urge profundamente que sea la confianza la que prime. Si no, ¿para qué?

Publicado el 2 de marzo del 2013 en Plaza Pública.

2.17.2013

Más de un siglo de canales interoceánicos y dulcitos

Hace unos días, a raíz de la propuesta enviada al congreso por el presidente Pérez para fomentar la competitividad, la inversión y el empleo, me acordé de la siguiente cita.

“Una de las principales y más urgentes necesidades, es la de atraer capitales extranjeros para explotar los incontables ramos de riqueza que abundan en esta tierra privilegiada y aprovechar los inmensos tesoros y recursos naturales … Con positivas garantías de orden y tranquilidad duraderos y de fiel cumplimiento de todos los compromisos que se contraen, afluirán los capitales a invertirse en un país que presta tantas comodidades para la vida y promete extraordinarios beneficios”. La cita no es de Otto Pérez Molina; tampoco de Andrés Castillo, dirigente del CACIF. Son palabras de Justo Rufino Barrios dichas allá por 1875 y sacadas de La Reforma Liberal en Guatemala, de Jorge Mario García Laguardia.

En esos tiempos, Barrios y los liberales de la época tomaron una serie de medidas para fomentar la inmigración y la inversión extranjera, desde la creación de una Sociedad de Inmigración que publicara un periódico mensual homónimo y redactara una Ley de Inmigración, hasta el ofrecimiento de abundantes dulcitos para los inmigrantes y/o inversionistas, tales como el reintegro de los gastos de mudanza, exoneraciones tributarias y arancelarias, y el otorgamiento de 30 acres de tierra a aquellos que trabajaran al menos por un año en la construcción de obras públicas. La propuesta actual también ofrece ventajas y exoneraciones a capitales nacionales, pero la mentalidad de fondo, el sistema de creencias que produce, justifica y reproduce este tipo de propuestas, sigue siendo esencialmente el mismo que en la época liberal: el progreso viene de fuera y, para que venga, hay que ofrecerle muchos dulcitos.

Esta misma mentalidad la encontramos en el proyecto del Corredor Interoceánico, mismo que, como todos los de corte desarrollista de gran escala, ofrece la creación de abundantes empleos, incremento en el bienestar general de la población y desarrollo “integral, participativo e inclusivo” pero, como suele suceder, sin mayores especificaciones. Lo curioso, o más bien siniestro, es que hacia finales del siglo XIX, José María Reina Barrios y los liberales de su época tenían las mismas esperanzas puestas en otros proyectos desarrollistas, la Exposición Centroamericana y el Ferrocarril Interoceánico, tal y como se puede leer en el Reglamento de la Exposición publicado en el diario El Guatemalteco del 18 de febrero de 1896: “Si la exposición excita la curiosidad del extranjero, generaliza el conocimiento de cuanto forma el conjunto armonioso del trabajo guatemalteco, demuestra que al amparo de la paz y seguridad el migrante honrado encontrará una segunda patria, y propaga por el mundo culto, las benéficas condiciones de la naturaleza centro-americana; naturalmente, decimos, el Certamen contribuirá directamente a que al terminar el Ferrocarril Interoceánico, éste dé desde luego los óptimos frutos que está llamado a proporcionar”. Para los liberales de antaño, el Ferrocarril Interoceánico abriría, finalmente, el país a la inmigración y la inversión extranjera, es decir, al progreso que viene de afuera. El finalmente, sin embargo, nunca llegó.

Al parecer, los liberales de antaño son los conservadores de hoy: los tiempos han cambiado pero la mentalidad, el sistema de creencias, sigue siendo el mismo. Siguen pensando y cacareando que la única forma de lograr que el país finalmente prospere es ofreciendo dulcitos para atraer inversión. Lo novedoso, en todo caso, es que ahora también le ofrecen dulcitos al capital nacional. No dudo que el Canal Interoceánico, de ser construido, generará al menos por unos años cientos, quizás miles, de puestos de trabajo pues alguien tiene que construir la infraestructura necesaria. No dudo, tampoco, que el paquete de propuestas atraiga inversionistas y cree, también, puestos de trabajo, o que algo de los beneficios económicos generados por estas inversiones llegue a las arcas nacionales y municipales.

Qué tan bien pagados serán los susodichos puestos queda por ver (aunque sospecho que  lo mínimo necesario), pero la inmensa mayoría de estos puestos seguramente desaparecerán cuando se termine la obra o a los inversionistas les ofrezcan dulcitos más ricos en otro lado. No soy economista (la fe no es mi fuerte), pero sospecho también que dado los flujos internacionales de capital, la lógica bajo las que funcionan las corporaciones y el modo mismo de producción capitalista, ninguna de estos proyectos tendrá un impacto real y perdurable a nivel social o económico, menos aún entre los sectores más pobres y necesitados del país.

Es más, pareciera ser que después de un siglo hemos, más bien, tirado ya la toalla pues el proyecto actual más importante, mismo que goza de un fuerte apoyo gubernamental y, al parecer, del beneplácito de amplios sectores de la población, es esencialmente un no-proyecto cuya razón de ser y objetivo es la circulación y flujo constante de mercancías y capitales. De ser construido, el Canal Interoceánico será, esencialmente, una gigantesca y larguísima pantalla plana donde la inmensa mayoría de habitantes del país verá pasar frente a sus ojos todo lo que nunca podrá tener. En este sentido, Guatemala no es realmente parte del proyecto sino más bien el obstáculo que hay que superar: el pedazo de tierra en medio de dos océanos y nada más.

No se trata de oponerse a las inversiones porque sí, que quede claro; se trata, más bien, de aceptar que después de más de 115 años dándole al mismo modelo económico-desarrollista sustentado por la misma mentalidad y el mismo sistema de creencias, el nivel de vida de la absoluta mayoría de guatemaltecos no ha mejorado substancialmente. ¿No va siendo hora ya de dejar de pensar que el “progreso” y el “desarrollo” vienen de afuera, que la competitividad no pasa necesariamente por ofrecer dulcitos? ¿No sería bueno empezar a pensar en un modelo de desarrollo sostenible donde lo prioritario no sea atraer inversión económica externa sino fomentar la inversión humana interna y el bienestar real y tangible de los millones de guatemaltecos para quienes las exoneraciones fiscales, las zonas francas y los ferrocarriles o corredores interoceánicos no representaron, representan o representarán ningún beneficio duradero? Dice el refrán que no se pueden esperar resultados diferentes haciendo exactamente lo mismo. Más de un siglo dándole a lo mismo sin resultados diferentes me parece un poco bastante.

12.10.2012

La hoz y el martillo iluminan el cielo limeño

Eramos seis o siete, de entre diez y trece años. Nos dedicábamos por las tardes a meternos a un club privado sin que nos vieran para chapotear en la piscina, a patinar por los pasillos del centro comercial más cercano mientras el guardia nos perseguía, a jugar fulbito en las canchas de cemento del barrio o a subir los cerros de tierra y arena que rodeaban el barrio en el que vivíamos, una nueva urbanización donde las casas eran más bien escasas y el espacio abundaba.

Ese día habíamos decidido subir uno de los cerros y probar si nuestra recién adquirida tabla de bodysurfing, hecha del plástico más barato posible, servía también para sandboarding. Íbamos subiendo el más alto de los cerros cuando nos topamos, a mitad de camino, con unas latas. Eran latas comunes y corrientes, de leche condensada, de frijoles, de atún. Todas vacías, formando un algo—una letra, un símbolo—que no podíamos descifrar desde tan corta distancia. Jugamos un rato con ellas: algunas las pateamos, otras las llenamos con tierra, otras más las dejamos caer por la ladera.

Estábamos por retomar nuestro camino de ascenso cuando escuchamos una voces que desde lejos nos gritaban. Era imposible distinguir las palabras exactas, pero era claro que querían que dejáramos las latas en paz y nos fuéramos. Hicieron, ¿ellos? ¿ellas?, el amague de querernos perseguir, pero era claro que no lo harían, que tan sólo querían que nos fuéramos. Y eso fue lo que hicimos. Bajamos tan rápido como pudimos y sólo nos dimos cuenta que habíamos olvidado la tabla al llegar a la base del cerro.

Intentamos decidir de alguna forma a quién le tocaba subir de regreso a recogerla pero no insistimos mucho. Lo mejor, decidimos tácitamente, era esperar hasta el día siguiente. Llenos de polvo nos separamos, cada quien a su casa, rezando que no se hubieran volado otra torre de alta tensión, que hubiera luz, que la bomba de agua funcionara, que pudiéramos seguir fingiendo que la vida era normal. Fue hasta ya entrada la noche, cuando la misma ladera se vio iluminada por una gigantesca hoz entrelazada con un gigantesco martillo, que supe que al día siguiente nadie mencionaría la tabla, que nadie propondría subir algún cerro, que tan solo jugaríamos fulbito intentando ensuciarnos lo menos posible.