A
diferencia de la niña de Martí, este niño no murió de amor; murió decapitado y
carbonizado. Su cuerpo fue encontrado hace una semana, en un camino hacia la
aldea El Jute, en Chiquimula.
Pensé,
ingenuamente quizás, que rápidamente se organizarían ascensos a todos los
volcanes de Guatemala y multitudinarias marchas de playeras blancas clamando
por justicia, y que alguna altruista embotelladora de aguas gaseosas o cerveza
lanzaría sin dudarlo una campaña exigiendo el fin de la violencia infantil.
Pero el vil asesinato de Lester Wilfredo Rivera Lorenzo, de diez años, pasó casi
completamente desapercibido. Una escueta nota en Prensa Libre y un solo post en Facebook de una amiga genuinamente dolida fue todo
lo que vi.
Quisiera
creer que el silencio y la indiferencia general son solo aparentes, que de
algún modo reflejan la imposibilidad de expresar con palabras la absoluta indignación
y rechazo que un hecho como éste debería de causar. Sospecho, sin embargo, que
el silencio se debe en parte a que ninguna de nuestras excusas de siempre sirve
para explicarnos o desestimar esta muerte: Lester no estaba metido en nada; no
era comunista, socialista o resentido; no era marero, narco, delincuente o
presidiario; no se parqueó en un lugar reservado o se andaba casaqueando a la
novia de un su cuate. Lester, por el contrario, fue asesinado mientras
trabajaba vendiendo las conservas que su mamá preparaba, es decir, mientras
hacía justo aquello que ningún niño debería tener que hacer.
Sospecho,
también, que guardamos silencio porque para darle sentido al brutal asesinato
de Lester tendríamos que forzosamente pararnos al borde del profundo y ancho
abismo que hemos construido en el centro mismo de nuestra psique colectiva,
mirar de frente al vacío, y descubrir, reconocer y/o discutir abiertamente
algunas incómodas verdades que preferimos ignorar o maquillar con bellos
paisajes y cortinas de humo; verdades tales como la que sugiere la total indiferencia
en los medios de comunicación, las redes sociales y el gobierno ante el
asesinato de este niño de escasos recursos: que la solidaridad y la empatía colectiva
en Guatemala tienen claros y precisos limites étnicos y/o de clase, límites que
son el fiel reflejo de un proyecto ideológico, político y económico en el que
algunos guatemaltecos son iguales e importan y otros no.
Pero la muerte
de Lester quizás nos ofrece la posibilidad de tener una guía simple, clara y
definida para discutir cualquier coyuntura actual o futura: la actitud, plan,
iniciativa, proyecto, idea o ley x o y,
¿contribuye a evitar que otro niño tenga que trabajar? ¿contribuye a que el
asesinato de otro niño deje de ser posible e irrelevante? ¿o reproduce, por el
contrario, las estructuras económicas, el sistema político y la ideología
dominante que directa o indirectamente han cavado el abismo que nos escinde? Con
estas preguntas como guía no sería difícil darnos cuenta, entre otras cosas, que
la reforma fiscal está teñida de la miopía social de las élites económicas y es
por ello insuficiente; que la descriminalización de las drogas es probablemente
una buena idea; que andar mendigando un 5% a las mineras es simplemente patético;
y que darle más fondos a los centro culturales, aprobar la ley de fomento al
cine e incentivar la producción artística y literaria debería ser una prioridad
pues son estas actividades las que en gran medida nos permite reflejarnos,
criticarnos y pensarnos como una sociedad de iguales (no en el sentido
identitario sino en el ético-político), para así ir llenando el abismo que nos
perfora y trascender las barreras de la solidaridad y la empatía.
Tampoco sería
difícil darnos cuenta que una sociedad que celebra el incendio de una cárcel; que llama resentido a cualquiera que
cuestione el discurso de la élite o comunista a quien ose señalar las injusticias
existentes; que considera que el cine y el arte en general son hobbies
elitistas; que prefiere ignorar la muerte violenta de un niño a discutir abierta
y críticamente las causas de la misma, es una sociedad en la que Tánatos vence
siempre a Eros, la pulsión de muerte al amor, la solidaridad y la creatividad,
y las balas y machetes al diálogo; una sociedad, en suma, donde los niños no mueren
de amor sino decapitados y olvidados.
Publicado
en Plaza Pública - 25 de
febrero, 2012
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