2.28.2012

El niño de Guatemala


A diferencia de la niña de Martí, este niño no murió de amor; murió decapitado y carbonizado. Su cuerpo fue encontrado hace una semana, en un camino hacia la aldea El Jute, en Chiquimula.

Pensé, ingenuamente quizás, que rápidamente se organizarían ascensos a todos los volcanes de Guatemala y multitudinarias marchas de playeras blancas clamando por justicia, y que alguna altruista embotelladora de aguas gaseosas o cerveza lanzaría sin dudarlo una campaña exigiendo el fin de la violencia infantil. Pero el vil asesinato de Lester Wilfredo Rivera Lorenzo, de diez años, pasó casi completamente desapercibido. Una escueta nota en Prensa Libre y un solo post en Facebook de una amiga genuinamente dolida fue todo lo que vi.


Quisiera creer que el silencio y la indiferencia general son solo aparentes, que de algún modo reflejan la imposibilidad de expresar con palabras la absoluta indignación y rechazo que un hecho como éste debería de causar. Sospecho, sin embargo, que el silencio se debe en parte a que ninguna de nuestras excusas de siempre sirve para explicarnos o desestimar esta muerte: Lester no estaba metido en nada; no era comunista, socialista o resentido; no era marero, narco, delincuente o presidiario; no se parqueó en un lugar reservado o se andaba casaqueando a la novia de un su cuate. Lester, por el contrario, fue asesinado mientras trabajaba vendiendo las conservas que su mamá preparaba, es decir, mientras hacía justo aquello que ningún niño debería tener que hacer.

Sospecho, también, que guardamos silencio porque para darle sentido al brutal asesinato de Lester tendríamos que forzosamente pararnos al borde del profundo y ancho abismo que hemos construido en el centro mismo de nuestra psique colectiva, mirar de frente al vacío, y descubrir, reconocer y/o discutir abiertamente algunas incómodas verdades que preferimos ignorar o maquillar con bellos paisajes y cortinas de humo; verdades tales como la que sugiere la total indiferencia en los medios de comunicación, las redes sociales y el gobierno ante el asesinato de este niño de escasos recursos: que la solidaridad y la empatía colectiva en Guatemala tienen claros y precisos limites étnicos y/o de clase, límites que son el fiel reflejo de un proyecto ideológico, político y económico en el que algunos guatemaltecos son iguales e importan y otros no.

Pero la muerte de Lester quizás nos ofrece la posibilidad de tener una guía simple, clara y definida para discutir cualquier coyuntura actual o futura: la actitud, plan, iniciativa, proyecto, idea o ley x o y, ¿contribuye a evitar que otro niño tenga que trabajar? ¿contribuye a que el asesinato de otro niño deje de ser posible e irrelevante? ¿o reproduce, por el contrario, las estructuras económicas, el sistema político y la ideología dominante que directa o indirectamente han cavado el abismo que nos escinde? Con estas preguntas como guía no sería difícil darnos cuenta, entre otras cosas, que la reforma fiscal está teñida de la miopía social de las élites económicas y es por ello insuficiente; que la descriminalización de las drogas es probablemente una buena idea; que andar mendigando un 5% a las mineras es simplemente patético; y que darle más fondos a los centro culturales, aprobar la ley de fomento al cine e incentivar la producción artística y literaria debería ser una prioridad pues son estas actividades las que en gran medida nos permite reflejarnos, criticarnos y pensarnos como una sociedad de iguales (no en el sentido identitario sino en el ético-político), para así ir llenando el abismo que nos perfora y trascender las barreras de la solidaridad y la empatía.

Tampoco sería difícil darnos cuenta que una sociedad que celebra el incendio de una cárcel; que llama resentido a cualquiera que cuestione el discurso de la élite o comunista a quien ose señalar las injusticias existentes; que considera que el cine y el arte en general son hobbies elitistas; que prefiere ignorar la muerte violenta de un niño a discutir abierta y críticamente las causas de la misma, es una sociedad en la que Tánatos vence siempre a Eros, la pulsión de muerte al amor, la solidaridad y la creatividad, y las balas y machetes al diálogo; una sociedad, en suma, donde los niños no mueren de amor sino decapitados y olvidados.

Publicado en Plaza Pública - 25 de febrero, 2012

No comments:

Post a Comment