9.27.2013

Narcotráfico, capitalismo, soberanía


Durante su campaña, el ahora presidente Otto Pérez prometió mano dura con la delincuencia y el narcotráfico pero a las pocas semanas de asumir la presidencia anunció que iniciaría consultas y escucharía propuestas para descriminalizar la producción, tráfico y consumo de drogas; mismo discurso que ahora vuelve a repetir en la asamblea de la ONU. 
 
La propuesta fue rechazada de antemano por los Estados Unidos pero, curiosamente, fue recibida con beneplácito en sectores bastante conservadores de la población y la oligarquía guatemalteca. La pregunta que surge es, ¿a qué se debe esta ambivalencia? ¿Por qué se plantea la solución al narcotráfico y su violencia endémica entre dos polos esencialmente opuestos: lucha a muerte o legalización? Me parece que la respuesta se puede encontrar en la condición paradójica y aporética del narcotráfico como, por un lado, amenaza a la soberanía del estado y, por el lado, expresión máxima del sistema económico que el estado y las oligarquías defienden. 
 
No sería difícil argumentar que los capos de los carteles representan la figura del soberano por antonomasia, el que, en la teoría clásica de la soberanía, dispone sobre la vida y la muerte no solo de sus propios súbitos sino de la población en general. Pero los capos mismos también protegen y velan, cuando así lo creen necesario, por el bienestar de la comunidad que los hospeda. El ejemplo clásico es la casi devoción que tenían por Pablo Escobar en las zonas marginales de Medellín allá en los ochentas, pero también sucede hoy por hoy en las favelas brasileñas, el norte de México o el oriente de Guatemala. 
 
Para los narcotraficantes, estas comunidades no solo sirven como barrera protectora sino, por lo general, presentan las condiciones necesarias que facilitan la implantación de un nuevo poder soberano: pobreza, falta de presencia estatal, carencia de oportunidades económicas, etc. En estas áreas, tanto urbanas como rurales, el narcotráfico llega, muchas veces, a llenar el vacío estatal, especialmente en el área de seguridad. Así visto, la lucha entre narcotraficantes y el Estado es, aunque desde perspectivas e interés diferentes, una lucha entre dos soberanos por el control de territorio, población y recursos.  

Visto como una amenaza a la soberanía, es quizás previsible que el Estado recurra a tácticas y estrategias contrainsurgentes aprendidas y puestas en práctica durante las recientes décadas, mismas que fueron acompañadas de violencia sistémica contra la población civil y el habitual caudal de violaciones a los derechos humanos, precisamente como sucede en la actualidad en la lucha antinarcótica en México, Honduras y, en menor medida, Guatemala.

Pero la llamada guerra contra las drogas no es y nunca ha sido una lucha ideológica-política. Es decir, el narcotráfico no tiene un proyecto ideológico, no busca cambiar el modo de producción y tampoco opera bajo parámetros ético-políticos diferentes a los del Estado o el capitalismo. Por el contrario, el narcotráfico representa la separación absoluta entre la esfera política y la económica y, por ende, la consumación del sueño neoliberal y libertario, el mercado libre como ente rector de la vida y la ética individualista de la propiedad privada como canon máximo del desarrollo humano. El narcotraficante es, pues, la más pura expresión de la tan venerada figura del empresario (entrepreneur) que crea puestos de trabajo y, con ingenio, perseverancia y astucia, logra ser exitosos a pesar del Estado y las leyes que supuestamente limitan la innovación y la competencia. En suma, no se trata de una amenaza político-ideológica sino más bien de la expresión máxima de lo mismo que el Estado representa y defiende. No un afuera del capital globalizado y globalizante sino, más bien, su esencia más pura. 

En este sentido, el narcotraficante es, hasta cierto punto, la reencarnación del cowboy que va conquistando la frontera del Oeste y, así, expandiendo el territorio. El cowboy actuaba, necesariamente, fuera de la ley pues en el imaginario del Oeste luchaba precisamente contra lo salvaje y lo bárbaro. Pero, aún si actuaba fuera de la ley, los principios bajo los que actuaba no eran diferentes que los de la sociedad en su conjunto: la ética individualista, el trabajo como mecanismo de ascenso social y la imagen del hombre que se hace a sí mismo a fuerza de esfuerzo e ingenio (the self-made man). En pocas palabras, el cowboy del oeste y el narcotraficante son ambos, cada uno en su momento, la expresión límite del sistema que los incuba.

Es quizás por ello que el narcotráfico se sitúa en esa especie de limbo entre el rechazo oficial y su veneración subrepticia, entre la ilegalidad discursiva y la legalidad tácita. De ahí también la fascinación que genera la figura (en abstracto) del narcotraficante, pues se le percibe como el sueño tácito de todo soberano, de todo entrepeneur, de todo capitalista: un ser que impone su voluntad a pesar de las leyes existentes y los límites mismos que el Estado fija.

Publicado el 28 de septiembre del 2013 en Plaza Pública.

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