Durante su
campaña, el ahora presidente Otto Pérez prometió mano dura con la delincuencia
y el narcotráfico pero a las pocas semanas de asumir la presidencia anunció que
iniciaría consultas y escucharía propuestas para descriminalizar la producción,
tráfico y consumo de drogas; mismo discurso que ahora vuelve a repetir en la
asamblea de la ONU.
La propuesta
fue rechazada de antemano por los Estados Unidos pero, curiosamente, fue
recibida con beneplácito en sectores bastante conservadores de la población y la
oligarquía guatemalteca. La pregunta que surge es, ¿a qué se debe esta
ambivalencia? ¿Por qué se plantea la solución al narcotráfico y su violencia
endémica entre dos polos esencialmente opuestos: lucha a muerte o legalización?
Me parece que la respuesta se puede encontrar en la condición paradójica y
aporética del narcotráfico como, por un lado, amenaza a la soberanía del estado
y, por el lado, expresión máxima del sistema económico que el estado y las
oligarquías defienden.
No sería
difícil argumentar que los capos de los carteles representan la figura del soberano
por antonomasia, el que, en la teoría clásica de la soberanía, dispone sobre la
vida y la muerte no solo de sus propios súbitos sino de la población en general.
Pero los capos mismos también protegen y velan, cuando así lo creen necesario,
por el bienestar de la comunidad que los hospeda. El ejemplo clásico es la casi
devoción que tenían por Pablo Escobar en las zonas marginales de Medellín allá
en los ochentas, pero también sucede hoy por hoy en las favelas brasileñas, el
norte de México o el oriente de Guatemala.
Para los
narcotraficantes, estas comunidades no solo sirven como barrera protectora sino,
por lo general, presentan las condiciones necesarias que facilitan la
implantación de un nuevo poder soberano: pobreza, falta de presencia estatal,
carencia de oportunidades económicas, etc. En estas áreas, tanto urbanas como
rurales, el narcotráfico llega, muchas veces, a llenar el vacío estatal,
especialmente en el área de seguridad. Así visto, la lucha entre
narcotraficantes y el Estado es, aunque desde perspectivas e interés diferentes,
una lucha entre dos soberanos por el control de territorio, población y recursos.
Visto como una
amenaza a la soberanía, es quizás previsible que el Estado recurra a tácticas y
estrategias contrainsurgentes aprendidas y puestas en práctica durante las
recientes décadas, mismas que fueron acompañadas de violencia sistémica contra
la población civil y el habitual caudal de violaciones a los derechos humanos,
precisamente como sucede en la actualidad en la lucha antinarcótica en México,
Honduras y, en menor medida, Guatemala.
Pero la llamada
guerra contra las drogas no es y nunca ha sido una lucha ideológica-política.
Es decir, el narcotráfico no tiene un proyecto ideológico, no busca cambiar el
modo de producción y tampoco opera bajo parámetros ético-políticos diferentes a
los del Estado o el capitalismo. Por el contrario, el narcotráfico representa
la separación absoluta entre la esfera política y la económica y, por ende, la
consumación del sueño neoliberal y libertario, el mercado libre como ente
rector de la vida y la ética individualista de la propiedad privada como canon
máximo del desarrollo humano. El narcotraficante es, pues, la más pura expresión
de la tan venerada figura del empresario (entrepreneur)
que crea puestos de trabajo y, con ingenio, perseverancia y astucia, logra ser
exitosos a pesar del Estado y las
leyes que supuestamente limitan la innovación y la competencia. En suma, no se
trata de una amenaza político-ideológica sino más bien de la expresión máxima
de lo mismo que el Estado representa y defiende. No un afuera del capital
globalizado y globalizante sino, más bien, su esencia más pura.
En este
sentido, el narcotraficante es, hasta cierto punto, la reencarnación del cowboy que va conquistando la frontera
del Oeste y, así, expandiendo el territorio. El cowboy actuaba, necesariamente, fuera de la ley pues en el
imaginario del Oeste luchaba precisamente contra lo salvaje y lo bárbaro. Pero,
aún si actuaba fuera de la ley, los principios bajo los que actuaba no eran
diferentes que los de la sociedad en su conjunto: la ética individualista, el
trabajo como mecanismo de ascenso social y la imagen del hombre que se hace a
sí mismo a fuerza de esfuerzo e ingenio (the
self-made man). En pocas palabras, el cowboy del oeste y el narcotraficante
son ambos, cada uno en su momento, la expresión límite del sistema que los
incuba.
Es quizás por
ello que el narcotráfico se sitúa en esa especie de limbo entre el rechazo
oficial y su veneración subrepticia, entre la ilegalidad discursiva y la
legalidad tácita. De ahí también la fascinación que genera la figura (en
abstracto) del narcotraficante, pues se le percibe como el sueño tácito de todo
soberano, de todo entrepeneur, de
todo capitalista: un ser que impone su voluntad a pesar de las leyes existentes
y los límites mismos que el Estado fija.
Publicado el 28 de septiembre del 2013 en Plaza Pública.
Publicado el 28 de septiembre del 2013 en Plaza Pública.
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