Eramos seis o siete, de
entre diez y trece años. Nos dedicábamos por las tardes a meternos a un club
privado sin que nos vieran para chapotear en la piscina, a patinar por los
pasillos del centro comercial más cercano mientras el guardia nos perseguía, a jugar fulbito en las canchas de cemento del barrio o a subir los cerros de
tierra y arena que rodeaban el barrio en el que vivíamos, una nueva
urbanización donde las casas eran más bien escasas y el espacio abundaba.
Ese día habíamos decidido
subir uno de los cerros y probar si nuestra recién adquirida tabla de
bodysurfing, hecha del plástico más barato posible, servía también para sandboarding.
Íbamos subiendo el más alto de los cerros cuando nos topamos, a mitad de
camino, con unas latas. Eran latas comunes y corrientes, de leche condensada,
de frijoles, de atún. Todas vacías, formando un algo—una letra, un símbolo—que no podíamos descifrar desde tan corta distancia. Jugamos un rato
con ellas: algunas las pateamos, otras las llenamos con tierra, otras más las
dejamos caer por la ladera.
Estábamos por retomar
nuestro camino de ascenso cuando escuchamos una voces que desde lejos nos
gritaban. Era imposible distinguir las palabras exactas, pero era claro que querían
que dejáramos las latas en paz y nos fuéramos. Hicieron, ¿ellos? ¿ellas?, el
amague de querernos perseguir, pero era claro que no lo harían, que tan sólo
querían que nos fuéramos. Y eso fue lo que hicimos.
Bajamos tan rápido como pudimos y sólo nos dimos cuenta que habíamos olvidado la
tabla al llegar a la base del cerro.
Intentamos decidir de alguna forma a quién le tocaba subir de regreso a recogerla pero no insistimos mucho. Lo mejor, decidimos tácitamente, era esperar hasta el día siguiente. Llenos de polvo nos separamos, cada quien a su casa, rezando que no se hubieran volado otra torre de alta tensión, que hubiera luz, que la bomba de agua funcionara, que pudiéramos seguir fingiendo que la vida era normal. Fue hasta ya entrada la noche, cuando la misma ladera se vio iluminada por una gigantesca hoz entrelazada con un gigantesco martillo, que supe que al día siguiente nadie mencionaría la tabla, que nadie propondría subir algún cerro, que tan solo jugaríamos fulbito intentando ensuciarnos lo menos posible.
Intentamos decidir de alguna forma a quién le tocaba subir de regreso a recogerla pero no insistimos mucho. Lo mejor, decidimos tácitamente, era esperar hasta el día siguiente. Llenos de polvo nos separamos, cada quien a su casa, rezando que no se hubieran volado otra torre de alta tensión, que hubiera luz, que la bomba de agua funcionara, que pudiéramos seguir fingiendo que la vida era normal. Fue hasta ya entrada la noche, cuando la misma ladera se vio iluminada por una gigantesca hoz entrelazada con un gigantesco martillo, que supe que al día siguiente nadie mencionaría la tabla, que nadie propondría subir algún cerro, que tan solo jugaríamos fulbito intentando ensuciarnos lo menos posible.
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