Sería absurdo negar que la prominente presencia de
militares ochenteros en el gobierno no sea un factor polarizante pues actualiza
los traumas de la guerra interna. Sería igual de absurdo negar que la represión
estatal y los comentarios de amplios sectores de la población no sintetizan el mal
llamado racismo estructural de la sociedad guatemalteca (mal llamado no porque
no exista sino porque la discriminación no es esencialmente racial sino étnica
y de clase, que en Guatemala tienden a fundirse). Creo, sin embargo, que lo
sucedido en Totonicapán—aunado a Santa Cruz Barillas, los normalistas y la
marcha de campesinos, entre otros—no responde, primordialmente, ni a una lógica
binaria de guerra fría ni a categorías socio-culturales como etnia o raza. Responde,
más bien, a lo que bien podríamos llamar el retorno, a nivel global, de la
política.
En un texto
que publiqué en este mismo medio hace unos meses, traía a colación la
distinción que hacían en la antigua Grecia entre policía y política. La
primera se refiere a todos los procedimientos mediante los cuales se organiza
el poder; es decir, el juego partidario, el proceso electoral, la
administración del estado, la elaboración de leyes y todo aquello que busca
organizar, distribuir y, sobretodo, controlar el territorio, los recursos y la
población. La noción de política, por
su parte, es antagónica a la de policía pues
hace referencia a todo aquello que interrumpe el orden policíaco de dominación.
Es decir, existe política en el
sentido pleno de la palabra cuando aquellos que no tienen ni voz ni parte (en el
manejo y las decisiones públicas, en la asignación de recursos, en la
organización del estado, etc.) exigen tenerla. Existe política única y exclusivamente cuando un sector de la población
que era invisible (los normalistas, las comunidades de Totonicapán, los
campesinos de las Verapaces, las poblaciones que resisten la actividad minera,
etc.) es capaz de articular un discurso que irrumpe la lógica soberana y
policíaca del poder constituido para constituirse como sujetos y exigir ser
parte.
Lo sucedido en Totonicapán y en otros lugares durante
este año son expresiones intensificadas de la constante tensión entre estas dos
lógicas: la lógica policíaca del poder soberano y la lógica política e
igualitaria que resiste la imposición del orden de dominación imperante. En
otro artículo
que también publiqué aquí hace unos meses, y disculpen la pedantería de
auto-citarme pero el espacio del que dispongo exige brevedad, sostenía que lo
que distingue a este particular momento histórico de los setentas/ochentas es
que, desde el fin de la guerra fría y el llamado quiebre neoliberal, lo económico se ha incrementalmente venido
convirtiendo en la fuente efectiva de poder soberano, desplazando
paulatinamente a la esfera ideológica-política (en el sentido usual del
término) como factor determinante en los cálculos del poder y el uso de la
fuerza. Hoy por hoy son el capital financiero, la razón corporativa y el nivel
de participación en el círculo de producción-distribución-consumo lo que
determina quién es incluído, quién es plenamente ciudadano, quién es sujeto
político y quién no lo es.
De ahí que, como señala Félix
Alvarado, justificar la represión estatal apelando al derecho a la libre
locomoción sea un argumento reciente. De ahí, también, que un sector de las clases media y alta capitalinas, los que participan más expedita y
entusiastamente en el círculo global de producción-distribución-consumo, sí puedan
obstaculizar la vía pública exigiendo la renuncia de un presidente sin temor a
represalias y habiendo sido, aunque no lo acepten abiertamente, descaradamente
manipulados por un telenovelesco video y algunos “líderes” de opinión; y que la
población rural y, sobretodo, indígena—ellos sí perenne, clara y abiertamente manipulados,
por supuesto—no goce de este mismo derecho al resistirse activamente a la
intromisión del capitalismo neoliberal, financiero y, sobretodo, extractivo en sus comunidades y forma de vida (en efecto, el
concepto “progreso” es polivalente).
Esta tensión entre la razón policíaca financiera-corporativa (a la que la gran mayoría de estados/gobiernos
responde) y la lógica realmente política está obviamente aumentando a nivel
global (EE.UU., Chile, España, Grecia, México, Pakistán, etc.), aunque
obviamente se manifiesta de manera específica en cada lugar. En Guatemala, el
choque es abierta y letalmente represivo con claras divisiones en términos
raciales, étnicos y de clase por ser una sociedad histórica y agudamente
militarizada, racista y clasista donde un sector poderoso e influyente ha
clamado, clama y (al parecer) clamará siempre por mano dura y balas. Pero lo
que realmente está en juego, aquí y en otras latitudes, es un sistema económico-político
(en el sentido usual) que pareciera estar llegando a su límite.
Es por ello, como mencioné arriba, que es fundamental
ver lo sucedido en Totonicapán en un contexto amplio y no dejar la discusión únicamente
en el plano moral-cultural, pues es una discusión que en última instancia busca
siempre asignar responsabilidades individuales (por ejemplo, los seis soldados
que dispararon o las infames declaraciones del canciller) para así desviar la
atención del carácter netamente político de las manifestaciones y su
cuestionamiento del modelo económico y policíaco imperante. Claro, es más fácil
e inconsecuente “curar” carencias morales individuales con cambios de actitud,
mentalidad positiva y visitas guiadas a la pobreza, pero si lo que realmente
interesa es que lo sucedido en Totonicapán no se repita es necesario
cuestionarse el sistema mismo e intentar construir una sartén sin mango o, al
menos, con muchísimos mangos.
Publicado en Plaza Pública - 20 de octubre, 2012
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