Es decir, la
identificación mental y afectiva de un sujeto con otro.
Hace ya varios
años me dio por ver los concursos de Miss Universo. Confieso que me salían
lágrimas de los ojos cuando anunciaban a la ganadora. La sonrisa de oreja a
oreja, la cara de no me la creo, la corona en la cabeza. En ese momento, por
más estúpido, trivial o inconsecuente que fuera, había alguien que con
disciplina, dedicación y esfuerzo (o al menos eso quisiera creer) había alcanzado
su objetivo (que quizás haya sido también su sueño). Alguien en el mundo, en
ese instante y por unos momentos, era absoluta y radicalmente feliz. Imposible
no derramar una lágrima, imposible no estremecerse, imposible no sentir
empatía. Pero, ¿orgullo? Algo parecido me sucede con el fútbol. No soy fan de
ningún equipo en especial. Mis afectos cambian según quién y cómo juegue: apuesto
por la poética de la pelota y ya. Si ganan, bien; si pierden, pues también. Pero
quién alza la copa logró, con disciplina, dedicación y esfuerzo, su objetivo: empatía.
Pero, ¿orgullo?
Supongo que se imaginan para dónde voy con esto…. la de plata (y quién quita que cuando Usted lea esto no sean ya dos o más, del mismo u otro color). Imposible no estremecerse, no derramar una lágrima, no sentir empatía, es decir, no sentirse identificado mental y afectivamente con Erick Barrondo. Y en este caso, la empatía es quizás más profunda pues se siente para con alguien que es, al menos teóricamente, parte de un mismo entramado político-social, de una “comunidad” (en su acepción más amplia y diluida) a la que uno está ligada mediante afectos personales, el lugar donde uno vive, ama, juega, ríe, trabaja, tiene familia y amigos; pero también donde uno llora, se emputa, maldice y muere por un celular o desnutrición crónica.
Si hay algo que no deberíamos olvidar de este momento es precisamente ese sentimiento de empatía; es decir, de las posibilidades que se abren cuando nos identificamos mental y afectivamente con y por otro. Lo importante, aquí, no es el individuo en sí. Probablemente el mismo sentimiento de empatía lo hubiera generado Elizabeth Zamora si hubiera ganado una medalla en taekwondo, aunque claro, es también innegable que el triunfo del Señor Barrondo tiene algo de reivindicativo. Sea como fuere, lo que importa es la relación que se crea, el espacio entre el yo y el otro. Y más importante aún, es reconocer que ese sentimiento de empatía no debería sólo de existir para con lo bueno sino también, y sobretodo, para con lo malo: la exclusión, la pobreza, la víctimas de la puta violencia.
Si la empatía se multiplica, si aumenta nuestra capacidad de identificarnos mental y afectivamente con el otro—en las buenas y en las malas, en la ciudad, el campo, las montañas y la selva, en las aldeas, barrios marginales, colonias, apartamentos, cañadas y mansiones—será más posible que construyamos una mejor sociedad. La empatía tiende lazos, abre corazones, genera ternura y amor, alimenta el afecto desinteresado y genuino por los demás sin importar las circunstancias. Una sociedad formada en la empatía tiende necesariamente a la justicia, el respeto mutuo y el diálogo abierto, a la igualdad ante el otro, es decir, el reconocer a los demás como mis iguales sin importar quién o cómo sean. La empatía es siempre a través y por el otro; no termina en uno mismo sino en el puente que se construye, en el afecto mismo. Es por ello que la verdadera democracia es necesariamente empática pues se trata precisamente de construir y mantener esos puentes.
El orgullo es otra cosa. Orgullosos los padres, la familia, el entrenador, aquellos con lazos afectivos directos. Hay pocas cosas tan mezquinas como enorgullecerse por algo en lo que no hemos tenido absolutamente ninguna incidencia. Es, en realidad, un eufemismo que intenta cubrir, más bien, la instrumentalización de los logros ajenos en busca del beneficio personal. Ya sea el presidente, una empresa o un líder indígena quien lo haga, instrumentalizar es igual de repugnante. Y a nivel colectivo, el orgullo siempre tiende al fanatismo, al patriotismo, al nacionalismo, mismo que no es más que un fascismo en potencia. El orgullo divide, parcela, discrimina, hace a un lado todo aquello que no alimenta la auto-estima, el avance personal, el beneficio propio. Más aún, es naturalmente conservador, pues mira hacia el pasado buscando mantener ese pasado y, con ello, los privilegios de los más vanidosos, prepotentes y arrogantes. Ya lo decía Fernando Savater, que algo sabe de estas cosas, “el mito patriótico-nacional sirve siempre para legitimar en el poder a la oligarquía mas abyecta y rapaz”.
Es por ello que si realmente queremos mantener la posibilidad de construir una sociedad empática, lo peor que podríamos hacer es convertir al Señor Barrondo en un héroe. Los héroes satisfacen el ansia de orgullo, instrumentalizan al individuo y anulan la identificación empática pues al convertir al individuo en una especie de ser mitológico y supra-humano cuyos “poderes” jamás podremos tener, lo único que logramos es justificar nuestra propia mediocridad. Los héroes son el perpetuo recuerdo de aquello que no pudimos, quisimos o supimos ser y, por ello, preferimos olvidarlos. Y la gesta de Erick Barrondo o, más bien, los afectos que generó merecen mejor suerte.
Supongo que se imaginan para dónde voy con esto…. la de plata (y quién quita que cuando Usted lea esto no sean ya dos o más, del mismo u otro color). Imposible no estremecerse, no derramar una lágrima, no sentir empatía, es decir, no sentirse identificado mental y afectivamente con Erick Barrondo. Y en este caso, la empatía es quizás más profunda pues se siente para con alguien que es, al menos teóricamente, parte de un mismo entramado político-social, de una “comunidad” (en su acepción más amplia y diluida) a la que uno está ligada mediante afectos personales, el lugar donde uno vive, ama, juega, ríe, trabaja, tiene familia y amigos; pero también donde uno llora, se emputa, maldice y muere por un celular o desnutrición crónica.
Si hay algo que no deberíamos olvidar de este momento es precisamente ese sentimiento de empatía; es decir, de las posibilidades que se abren cuando nos identificamos mental y afectivamente con y por otro. Lo importante, aquí, no es el individuo en sí. Probablemente el mismo sentimiento de empatía lo hubiera generado Elizabeth Zamora si hubiera ganado una medalla en taekwondo, aunque claro, es también innegable que el triunfo del Señor Barrondo tiene algo de reivindicativo. Sea como fuere, lo que importa es la relación que se crea, el espacio entre el yo y el otro. Y más importante aún, es reconocer que ese sentimiento de empatía no debería sólo de existir para con lo bueno sino también, y sobretodo, para con lo malo: la exclusión, la pobreza, la víctimas de la puta violencia.
Si la empatía se multiplica, si aumenta nuestra capacidad de identificarnos mental y afectivamente con el otro—en las buenas y en las malas, en la ciudad, el campo, las montañas y la selva, en las aldeas, barrios marginales, colonias, apartamentos, cañadas y mansiones—será más posible que construyamos una mejor sociedad. La empatía tiende lazos, abre corazones, genera ternura y amor, alimenta el afecto desinteresado y genuino por los demás sin importar las circunstancias. Una sociedad formada en la empatía tiende necesariamente a la justicia, el respeto mutuo y el diálogo abierto, a la igualdad ante el otro, es decir, el reconocer a los demás como mis iguales sin importar quién o cómo sean. La empatía es siempre a través y por el otro; no termina en uno mismo sino en el puente que se construye, en el afecto mismo. Es por ello que la verdadera democracia es necesariamente empática pues se trata precisamente de construir y mantener esos puentes.
El orgullo es otra cosa. Orgullosos los padres, la familia, el entrenador, aquellos con lazos afectivos directos. Hay pocas cosas tan mezquinas como enorgullecerse por algo en lo que no hemos tenido absolutamente ninguna incidencia. Es, en realidad, un eufemismo que intenta cubrir, más bien, la instrumentalización de los logros ajenos en busca del beneficio personal. Ya sea el presidente, una empresa o un líder indígena quien lo haga, instrumentalizar es igual de repugnante. Y a nivel colectivo, el orgullo siempre tiende al fanatismo, al patriotismo, al nacionalismo, mismo que no es más que un fascismo en potencia. El orgullo divide, parcela, discrimina, hace a un lado todo aquello que no alimenta la auto-estima, el avance personal, el beneficio propio. Más aún, es naturalmente conservador, pues mira hacia el pasado buscando mantener ese pasado y, con ello, los privilegios de los más vanidosos, prepotentes y arrogantes. Ya lo decía Fernando Savater, que algo sabe de estas cosas, “el mito patriótico-nacional sirve siempre para legitimar en el poder a la oligarquía mas abyecta y rapaz”.
Es por ello que si realmente queremos mantener la posibilidad de construir una sociedad empática, lo peor que podríamos hacer es convertir al Señor Barrondo en un héroe. Los héroes satisfacen el ansia de orgullo, instrumentalizan al individuo y anulan la identificación empática pues al convertir al individuo en una especie de ser mitológico y supra-humano cuyos “poderes” jamás podremos tener, lo único que logramos es justificar nuestra propia mediocridad. Los héroes son el perpetuo recuerdo de aquello que no pudimos, quisimos o supimos ser y, por ello, preferimos olvidarlos. Y la gesta de Erick Barrondo o, más bien, los afectos que generó merecen mejor suerte.
Publicado en Plaza Pública - 11 de agosto, 2012
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