6.14.2012

Las luchas del D.F.: crónica enmascarada


El día que compré mi boleto al D.F. me imaginé parado en medio del Zócalo rodeado de miles de chilangos comiendo tacos al pastor, chilaquiles y chimichangas al son de decenas de bandas de mariachis, y no pude evitar sentir cierta angustia ontológica. Me tranquilicé, no obstante, segundos después al recordar que me acompañarían en la faena dos entrañables amigos argentinos, un psicoanalista y un sociólogo, y que por ende mi sanidad mental estaría en buenas manos. 

Como todo visitante sensato y precavido, lo primero que hicimos fue intentar conseguir un mapa del metro y nos sumergimos en la primera estación que encontramos suponiendo que sería el lugar idóneo para conseguirlo. Sabiendo de antemano las dificultades que los mexicanos tienen para entender el voseo argentino (que atribuyo a un duelo tácito de egos nacionales), me apuré a preguntarle a la señorita que atendía la caseta donde venden los tickets, en el más universal de los españoles posibles, si tenía de casualidad un par de mapitas del metro que nos pudiera dar o, incluso, vender, si no fuera mucha molestia, por favor. La señorita, muy amablemente eso sí, me respondió que lamentablemente no tenía ningún mapa del metro, agregando luego de un momento que lo más probable era que pudiéramos conseguirlo en una estación del metro. Sin ponernos de acuerdo, observamos detenidamente nuestro entorno intentando confirmar que estábamos dentro de una estación del metro y que no habíamos sido de pronto trasladados, como a veces sucede en Latinoamérica, a una comisaría u otra dependencia estatal. Optamos por no insistir pues si hay algo que sabemos los latinoamericanos es que la realidad del ciudadano común y la del burócrata no siempre coinciden (y argumentar lo contrario puede tener las más nefastas consecuencias), y nos adentrarnos a lo que al menos para nosotros, incautos visitantes, parecía ser una estación del metro. 

La carencia del mapa no nos impidió llegar a Coyoacán, donde los padres de unos amigos nos hospedarían. Luego de los saludos de rigor, salimos a buscar algo de comer suponiendo que, siendo Coyoacán un barrio turístico, encontraríamos tanto el mapa como algún puesto que vendiera periódicos o revistas de esas que se llaman culturales. Al llegar a la placita donde está la Iglesia de Santa Catarina, mi amigo sociólogo se acercó a un vendedor de baratijas para preguntarle si sabía donde vendían periódicos en el vecindario, intuyendo que los vendedores conocen el entorno en que se desenvuelven, más aún tratándose de un vendedor que ofrece su mercadería en un kiosco fijo con techo y paredes, y de quien podríamos suponer que lleva al menos un tiempo trabajando en el mismo lugar y que por ende conoce su entorno. Nuestras suposiciones, sin embargo, iban exponencialmente careciendo de cualquier respaldo empírico pues el vendedor, con la mirada perdida en el horizonte, le dijo que periódicos sólo vendían en la Plaza de Coyoacán o en la Av. Miguel Ángel de Quevedo, ambas a unas seis cuadras de donde nos encontrábamos. Le agradecimos y, decididos a reemprender la marcha, dimos media vuelta sólo para darnos cuenta que en la esquina opuesta había una tienda de la que parecían colgar periódicos y revistas. Regresando la media vuelta dada, mi amigo sociólogo le preguntó al vendedor si en la tienda de la esquina, esa que está ahí no más, vendían periódicos. El vendedor, con una sonrisa quizás más amplia que la de la señorita del metro, le contestó que sí, que en efecto, que tenía toda la razón, que ahí también vendían periódicos y revistas. En la tienda se habían agotado, pero pudimos finalmente conseguir la revista en un puesto de comida oaxaqueña en el mercado de Coyoacán; el mapa, en un inesperado golpe de suerte, lo conseguimos minutos después en una cantina aledaña.

Actuando en contubernio, la revista cultural y el mapa del metro nos llevaron al día siguiente a lo que se convirtió en el evento del viaje: la lucha libre. Si bien recordaba haber disfrutado allá por los ochentas de Titanes en el Ring y los míticos duelos entre Martín Karadagián y La Momia, mi gusto por la violencia espectacular es más bien escaso, pero mis amigos argentinos, que quizás vieron a Martín en vivo en Buenos Aires, demostraron tanto interés por ir que no pude evitar contagiarme de sus ganas, mismas que se incrementaron al llegar a la Arena México. Decenas de puestos de comida y cientos de puestos donde vendían, entre otros suvenires, las famosas máscaras de los luchadores (la de El Santo, el más querido y mítico de los luchadores mexicanos, siendo la más pedida), servían de preámbulo a lo que según los promotores era la pelea del año: Místico, la sensación del momento, se enfrentaría a Dragón Rojo Jr. por el cetro del Consejo Mundial de Lucha Libre. Adentro, sin embargo, la Arena estaba más bien vacía y pudimos concentrarnos, alternando mala con pésima cerveza, en las luchas preliminares para darnos una idea, antes del esperado combate final, de las reglas y ritos que rigen la lucha.

Los combates de lucha libre son esencialmente perfomativos pues ritualizan una decisión que ha sido tomada de antemano por los promotores de acuerdo a sus intereses económicos. Antes de subir al cuadrilátero, antes de que la pelea pública en sí comience, ya ha sido pactado quién será el ganador y quién el perdedor. El público no sabe quién vencerá, pero sí sabe que la decisión ha sido ya tomada y que será partícipe del espectáculo que legitima esa decisión. Lo que el público viene a ver, por ende, no es tanto quién gana sino cómo gana; y claro, el público tiene sus preferencias. Algunos apoyan a los rudos que, generalmente, no respetan las reglas, se valen de cualquier artimaña y vencen más por la fuerza que por la técnica; otros prefieren a los técnicos, luchadores cuya técnica y respeto por la tradición y las reglas les da cierto carisma y dimensión ética. Así vista, la lucha libre es un fiel espejo de la política pues el espectáculo es más importante que las propuestas, las decisiones importantes no se toman en la arena pública sino tras bastidores, y las elecciones son simplemente el rito colectivo que legitima una decisión previa. Sucede en todas partes, sin dudarlo, pero en México, y sobretodo durante los más de setenta años que duró el gobierno del PRI, la puesta en escena es quizás más evidente. 

Al terminar la pelea final—que, como era de esperar, ganó Místico—nos dirigimos a una vieja cantina en Roma Norte esperando presenciar, en sintonía con la noche, algún duelo de borrachos al son de Pedro Infante, José Alfredo Jiménez o Vicente Fernández. Pero grande fue nuestra sorpresa al encontrarnos con una variopinta gama de personajes compartiendo placenteramente mientras sonaban canciones de Infante, Jiménez y Fernández, pero también de Ely Guerra, Caifanes y El Gran Silencio. Una pareja, los niños dormidos sobre la mesa, conversaba amenamente de política con unos señores mayores que jugaban al ajedrez, mientras en la mesa contigua un grupo de jóvenes con ropa de marca y los últimos gadgets en mano decidían a cuál discoteca en Polanco irían. Ahí empecé a sospechar lo que al día siguiente comprobaría: que el cuadrilátero de la lucha libre y la política partidista mexicana pertenecían a una concepción de la ciudad, la cultura y la sociedad mexicana completamente anacrónica. 

Habíamos decidido de antemano dejar dos lugares emblemáticos para el domingo asumiendo que ese día podríamos ver en su máximo esplendor los usos y abusos del espacio público: el barrio-mercado de Tepito y el Zócalo. Cuna de incontables luchas sociales y guarida de narcotraficantes y criminales, Tepito es hoy por hoy más conocido por ser la meca del mercado informal, el contrabando y la piratería. Si bien nos alentaba más el afán antropológico que el netamente mercantil, fue imposible no agenciarnos de algunos libros, MP3s, y uno que otro objeto de dudosa utilidad y procedencia. Pero más imposible fue no darse cuenta que Tepito es un cuadrilátero muchísimo más versátil y representativo que el de la Arena México; un cuadrilátero donde los combates pueden realmente ser a muerte y la decisión nunca está tomada de antemano sino, más bien, se construye día a día. Residentes del barrio defendiendo su derecho a no ser desalojados; familias de escasos recursos estirando el pago semanal; amas de casa buscando ese algo que les haga la vida más llevadera; jóvenes en busca del perfume, chaqueta o accesorio que, aunque sea chafa, eleve su status social; todos, de una u otra forma, luchadores de pequeñas y grandes combates entrelazando un poco de rudo y de técnico con mucho de espontaneidad e imaginación.

El Zócalo, por su parte y tal como lo imaginé, estaba en efecto repleto de chilangos comiendo tacos, chilaquiles y chimichangas al son de decenas de bandas de mariachi, pero también de decenas de grupos pidiendo por la libertad de los presos políticos, apoyando las luchas zapatistas en Chiapas, exigiendo el fin de la guerra contra las drogas y la renuncia de Calderón, o reclamando por una educación gratuita y de calidad. Cientos de expresiones, demandas y reclamos populares que contrastaban profundamente con la enorme instalación construida en el centro del Zócalo para celebrar los cien años de la Revolución Mexicana y los doscientos de la independencia de España, misma que parecía más un larguísimo y monótono comercial del Instituto Mexicano de Turismo para atraer visitantes de amplio crédito, que una celebración de la compleja sociedad y cultura mexicanas. A todo esto, me dije, se debe la pérdida de popularidad de la lucha libre y el rechazo generalizado a los partidos políticos. Tanto la vida de la ciudad—sus bares, discotecas y cantinas, sus mercados y plazas públicas, sus taquerías y ventas ambulantes—como las múltiples luchas e identidades de su gente no pueden ser ya contenidas en un cuadrilátero, partido político o instalación oficial, ni tampoco reducirse a simples oposiciones del tipo bueno-malo, rudo-técnico.

Por la hora, por el cansancio acumulado, por la necesidad de un poco de silencio y privacidad luego de un largo día en la cosa pública, decidimos tomar un taxi de regreso. Luego de que el taxista se cambiara de carril constantemente, se pasara las luces en rojo, vociferara a diestra y siniestra, y realizara una maniobra suicida para atravesar la Glorieta de la Diana Cazadora, mi amigo psicoanalista le preguntó retóricamente al taxista si era complicado manejar en el D.F. El taxista, tomando la pregunta como una invitación al debate metafísico, le contestó que sí, que tenía toda la razón, que en efecto era difícil manejar en la ciudad, que era un poco complicado eso de que unos fueran para la derecha, otros para la izquierda y otros siguieran recto.

En efecto, me dije, de eso se trata. Las rancheras, la Virgen de Guadalupe, la Revolución Mexicana, Diego Rivera, El Santo, Frida Kahlo, Chabela Vargas, Zapata, Villa, Marcos, el Chapulín Colorado y la lucha libre, entre muchísimos otros, son la guía para intentar descifrar quién va para la derecha, quién para la izquierda y quién sigue recto sin desfallecer en el intento. Eso era precisamente lo que hacían la señorita del metro y el vendedor de baratijas, los borrachos, las familias, los jóvenes y los ajedrecistas, la muchedumbre en Tepito y la multitud en el Zócalo, e incluso el taxista mismo. El D.F. es como un monstruo de cien mil cabezas que amasa todos los ritos, rituales, personajes, costumbres, tradiciones, leyendas, símbolos y mitos, los macera y los sirve en cada esquina; y claro, como sucede con los tacos, cada quien intenta añadirle lo que le agrada y quitarle lo que le disgusta. Pero del chile y la tortilla nadie se salva.

Publicado en la revista RARA 7 (Abril-Junio 2012), pp. 44-9; con fotos de Luis A. de Jesús.

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