En su página de Facebook, el Sr. Arzú se ha quejado en estos días de las pintas llevadas a cabo durante la manifestación del Día del Trabajo en las estaciones del Transmetro y en el Paseo de la Sexta.
Su queja es comprensible y razonable, sobretodo viniendo de
alguien que le pone tanto énfasis al ornato. Lo que no entiendo es por qué se
queja siempre de las pintas y nunca de las vallas publicitarias y su desmedida
contaminación visual si las dos son, en última instancia, caras de una misma
moneda. Así como al Sr.
Arzú y a muchísimos otros les molesta con razón que se arruine lo que es de
todos, a mí y a muchísimos otros nos molesta que las vallas publicitarias
arruinen lo que también es de todos: el paisaje, la vista, el derecho a ver el
atardecer, etc. Algunos dirán que no es lo mismo, que unos pagaron por el
derecho a anunciarse mientras que otros lo hicieron sin la anuencia de las
autoridades, pero a mí, y supongo que a muchísimos otros, nunca nadie nos ha
preguntado si estamos de acuerdo con las vallas publicitarias o si aprobamos que
el espacio publico sea vendido a las empresas, instituciones o, peor aún,
políticos que se anuncian en las mismas.
Quizás la única diferencia realmente
significativa entre las pintas y las vallas publicitarias es que estas últimas
son percibidas como parte de la “normalidad” y la “paz” cotidiana, mientras que
las pintas son, por el contrario, vistas como una irrupción en el orden
establecido, es decir, como actos violentos perpetrados por sujetos específicos en el contexto de
una aparente normalidad. Esta violencia subjetiva perpetrada por agentes
concretos es, sin embargo, únicamente el tipo de violencia más visible entre
otros tipos de violencia como, por ejemplo, la violencia simbólica de los
discursos racistas, homofóbicos o misóginos; o la violencia sistémica inherente
al normal funcionamiento de nuestro sistema económico y político, misma que produce y
reproduce relaciones de explotación, exclusión y marginalización. Son
precisamente estos tipos de violencia objetiva los que en gran medida producen
y mantienen la supuesta normalidad contra la cual se juzga la violencia
subjetiva como un acto irracional que atenta contra la “paz” y el orden
establecido.
No dudo que muchas
de estas campañas o programas generen cambios realmente positivos en algunas
personas, o que logren aliviar en cierta medida los problemas mencionados. Pero
este tipo de campañas o proyectos son también percibidos por muchos como gestos
esencialmente hipócritas que dan con una mano lo que primero quitaron con la
otra. En efecto, muchas (no todas) de las personas, instituciones, empresas, corporaciones
e incluso ONGs que organizan y promueven estas iniciativas son justamente agentes
de la violencia estructural que produce y reproduce muchos de los problemas que
buscan erradicar: pobreza, hambre, desigualdad, falta de oportunidades, etc. Y
lo mismo se podría decir tanto de los proyectos paliativos del estado como de
los funcionarios públicos que se encaraman al barco de la “filantropía” privada
e intiman con sus promotores, pues la función primordial del estado no debería
ser la de apagar incendios sino, más bien, la de evitar a nivel integral que los
haya.
En todo caso, mientras
las autoridades edilicias y estatales, en contubernio con las élites políticas
y económicas, decidan soberanamente quién puede hablar en el espacio público y
quién no, los actos de violencia subjetiva como las pintas y los bloqueos de
carreteras son para muchos el único mecanismo del que disponen para hacerse
escuchar y así contrarrestar la violencia objetiva de un sistema político-económico
que, histórica y sistemáticamente, ha contribuido considerablemente a crear las
condiciones políticas, económicas y sociales que motivan la misma violencia
subjetiva que condenan. Esto, que quede claro, no implica necesariamente avalar
o repudiar estos actos sino intentar comprenderlos en toda su dimensión.
Publicado en Plaza Pública – 5 de mayo, 2012
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