5.26.2012

Dos señoras pacientes y sencillas


Se le ve cansado, desorientado, un poco incrédulo.

Pareciera no estar presente, no creer lo que está sucediendo. Habían pasado tantos años y nadie había logrado que se sentara ahí, en el banquillo, que hasta se había acostumbrado. Realmente nunca pensó que fuera posible. Nunca pensó que sus ordenes serían cuestionadas.

Toma el vaso de agua y le da un pequeño trago para refrescarse la garganta. Los años pesan. A veces ni el mismo se reconoce en las fotos o en los videos que le hacen ver. Por momentos quisiera realmente creer que el que aparece ahí contestando preguntas, dando órdenes o explicando su visión del mundo es otro, alguien que él ya no es, pero no puede. Los espectros de todos los que nunca supieron por qué tenían ellos que cerrar los ojos para siempre lo han acechado constantemente y cada vez es más difícil apaciguarlos o callarlos.

Se trata de convencer diciéndose que era su misión, que hizo lo que tenía que hacer, lo que nadie más quería hacer, pero aunque haya algunos que aún lo apoyan, que le creen, sabe que son ya muy pocos, que ya no impone respeto como antes, que le han perdido el miedo, que es tan solo una sombra de lo que algún día fue.

Se le ve solo, aunque está acompañado. Dormita por momentos, como queriendo apartarse de esa realidad que pareciera no querer aceptar. En algunas ocasiones balbucea alguna respuesta, pero por lo general prefiere guardar silencio. Reconoce que es irónico que después de tanto hablar y tanto mandar no le quede ya ninguna arma más que el silencio; peor aún, que no quede ya casi nadie dispuesto a empuñar un arma en su nombre.

Se siente abandonado pero no levanta los ojos al cielo. Sabe que no obtendrá respuesta, que el único dios que tuvo está sentado con él en el banquillo. Opta por recordar las alabanzas y anuencias, los panegíricos y agradecimientos, los reportes e informes, la adrenalina, la satisfacción del deber cumplido, el olor de la pólvora y el color de la sangre. Esboza una leve sonrisa pero recuerda también que hay que guardar las apariencias, aunque nadie crea ya en ellas.

Levanta la mirada al escucharse en la pantalla. Intenta poner atención pero sus respuestas las sabe de memoria y pierde el interés. Se pone a dibujar círculos en uno de los fólderes que tiene enfrente. En cada círculo dibuja otros dos círculos más pequeños a manera de ojos, una raya vertical a manera de nariz y se detiene. Deja el lápiz y contempla las caritas. Decide dejarlas sin boca. Mejor así, se dice.

Intenta volver a poner atención pero empieza a oír voces que susurran. Voltea la cabeza para ambos lados y prontamente entiende que nadie está hablando en la sala, excepto él en la pantalla. Se resigna. Son las mismas voces de siempre que poco a poco se van multiplicando y aumentando de volumen hasta convertirse en desgarradores gritos de angustia. Sabe que no puede hacer nada mas que apretarse las sienes, cerrar los ojos y esperar que callen, pero esta vez la intensidad no disminuye. Empieza a sudar copiosamente. Se afloja la corbata y toma agua. Se quita los lentes y se soba los ojos. Las piernas le tiemblan.

De pronto se abre una puerta y dos señoras sencillas, se podría decir que humildes, entran pausadamente. Son las dos señoras a las que siempre ha temido pero que creyó que jamás vería. Sabe que sería inútil poner resistencia y no lo hace. Sabe que sería inútil balbucear una excusa y tampoco lo hace. Simplemente se reacomoda en el banquillo, agacha la cabeza y entrecierra los ojos mientras espera que la Historia y la Justicia acallen las voces y se lo lleven a donde siempre supo que tendría que ir. 

Publicado en Plaza Pública – 27 de mayo, 2012

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