Solemos pensar que la política es el conjunto de procedimientos mediante los cuáles se logran consensos, se organiza el poder, se distribuyen roles y se legitima esta distribución. También, que la política consiste en el juego partidario, el proceso electoral, la administración del estado, la organización de ministerios y otras dependencias públicas, la asignación del presupuesto nacional, la distribución de los recursos del estado, la elaboración de leyes e incluso la administración de justicia. Curiosamente, en la Antigua Grecia—cuna de la civilización occidental y la democracia misma—a todo esto, es decir, a la organización, distribución y control del territorio, los recursos y la población le llamaban policía.
La noción democrática de política es, por el
contrario, antagónica a la de policía.
Como señala Jacques Rancière en El
desacuerdo, solamente hay política cuando una parte de los que no tienen
parte interrumpe el orden natural de dominación (el status quo) para
establecerse como parte, haciendo así visible lo que hasta ese momento era
invisible y convirtiendo en discurso lo que hasta ese momento era tan sólo
considerado como ruido de fondo. Se trata, en suma, de la irrupción de la
lógica igualitaria y democrática en el orden policíaco del status quo y el
poder constituido.
Así vista, la Marchacampesina, indígena y popular de hace unas semanas fue una actividad
eminentemente política pues consistió precisamente en la interrupción del orden
normal de dominación por una parte (un grupo significativo de campesinos
indígenas) de los que no tienen parte (el conjunto de campesinos, indígenas,
ladinos pobres, homosexuales y la gran mayoría de mujeres, entre otros). Lo que
los campesinos indígenas buscaban, más allá de soluciones pragmáticas, era el
ser reconocidos como sujetos de lenguaje, es decir, como sujetos con voz y
parte en las decisiones nacionales y comunitarias, algo que el estado
guatemalteco, las élites político-económicas y amplios sectores de la población
jamás han querido reconocer.
Ante tal
atrevimiento, y como suele suceder ante cualquier acción o propuesta realmente
política que cuestiona el status quo y los privilegios o intereses de los que
se benefician del mismo, la ira de la lógica policíaca que regula, administra y
vigila la vida cotidiana y el orden establecido no se hizo esperar. El silencio
de los medios de comunicación, mismos que son los que en gran medida determinan
quién puede hablar, de qué se puede hablar y bajo qué
parámetros se debe hablar; las columnas de opinión, los programas de
“investigación” y los posts en la redes sociales que buscaban deslegitimizar a
los marchantes tildándolos de huevones, bárbaros, criminales,
desestabilizadores y, para estar a la moda, terroristas; los comentarios racistas de amplios segmentos de la
población que no hacen más que regurgitar el discurso policiaco en su versión
más repugnante; y, finalmente, el ninguneo posterior del gobierno son todas
tácticas que aunque parezcan independientes son realmente parte de una misma estrategia
discursiva de claros rasgos coloniales e imperiales.
Más allá del obvio objetivo de proteger intereses políticos y
económicos específicos, lo que busca la lógica policíaca (y en el caso de la
marcha lo logró) es impedir que la parte de los que no tienen parte se
constituya como un sujeto político que debe ser escuchado en igualdad de condiciones. Como señala Rancière, la posibilidad de acuerdos significativos
no se da entre alguien que dice blanco y otro que dice negro, sino más bien entre
alguien que dice blanco y otro que también dice blanco. En otras palabras, la
posibilidad de acuerdos reales y significativos que sean posteriormente honrados
por ambas partes sólo es posible cuando los que dialogan son sujetos que se
reconocen mutuamente como iguales y que por ende tienen una base común desde la
cual trabajar sus desacuerdos y diferencias.
Es precisamente el
acceso a esta base común, al mínimo común múltiplo de la política que determina
qué es discutible y qué no lo es, lo
que se les ha sido negado histórica y sistemáticamente a las comunidades
indígenas y/o campesinas. Y esto es exactamente lo que vinieron a reclamar al
interrumpir la lógica policíaca del poder constituido y la razón soberana e intentar
establecerse como una parte de los que no tienen parte. Pero las reacciones a
la marcha y la posterior actitud del gobierno parecieran sugerir que seguimos viviendo
en un estado policíaco en el que los campesinos e indígenas siguen siendo
ciudadanos de segunda categoría y la verdadera política es considerada una
actividad desestabilizadora, criminal y terrorista.
Publicado en Plaza Pública – 21 de abril, 2012
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