10.09.2011

Los poetas no escriben

Hace varios años conocí a un poeta, quizás el último que pudo llamarse a si mismo poeta sin sonar anticuado, idealista, pretencioso. Fue en un café, sentado en una mesa, tomando una cerveza. No escribía. No llevaba consigo nada que lo pudiera delatar como poeta. Ya lo había visto varias veces, sentado en la misma mesa, tomando una cerveza. Pero ese día decidí sentarme con él. Le pregunté si quería otra, que yo la pagaba. Negó con la cabeza. Me gusta caliente, dijo al cabo de un rato, por eso me siento y espero. Le pregunté si le incomodaba mi presencia y volvió a negar con la cabeza. No esperes que hable mucho, los poetas como yo hablamos poco o nada, añadió. Le pregunté si por el contrario escribía bastante y volvió a negar con la cabeza. Los poetas no escriben, sentenció lacónicamente. Por esos años yo me pasaba las tardes en cafés o bares leyendo o tratando de hilvanar historias. Era lo que hacía, lo única que realmente hacía con ganas. Llenaba libretas y libretas de apuntes, ideas, diálogos imaginarios, descripciones de personajes y frases melódicas y contundentes. Llenaba cuadernos y cuadernos de reseñas, cuentos y principios de novelas. Escribía demasiado.  

Tendremos que apurarnos, me dijo, y yo pensé para qué, si son los mismos que vemos todos los fines de semana, que la gente no cambia en una semana, y menos los familiares. Pero como andaba en plan complacencia total me puse unos pantalones un poco más formales sin decir nada, me cambié la camisa sin decir nada y me puse los zapatos sin decir nada. Me puse a observar los planos en los que había estado trabajando durante la tarde mientras esperaba que estuviera lista. No me convencían. No sabía bien qué era pero presentía que era la distribución de las áreas, que había que aprovechar más la fabulosa vista del valle. Demasiada esperanza puesta en esos planos. El terreno lo habíamos conseguido casi por nada—sólo un par de insensatos se mudarían a las afueras de la ciudad en estos tiempo por más espectacular que la vista sea, nos dijo su padre cuando nos lo vendió. Pero la esperanza no la regalan: cuesta. Muchísimo. Decidí que lo mejor era dejar de ver esos planos por un tiempo, que quizá viéndolo con ojos frescos me daría cuenta de qué hacía falta. Los enrollé y los dejé a un lado de la mesa. Una semana, me dije. Apagué la luz y decidí salir a fumar un cigarro en lo que seguía esperando. Fumé tres.

La vista seguía siendo espectacular pero el valle estaba ahora completamente cubierto y las luces de las avenidas principales que lo atravesaban de extremo a extremo eran más dagas certeras y despiadadas que vías de acceso. Desde ahí arriba era difícil creer que mataran en promedio a dos punto tres personas por hora. La cerveza se había terminado y esperaba otra que calmara la ansiedad que me producía no tener algo en la mano, más aún con la reciente prohibición de fumar en espacios cerrados. No estaba muy seguro de por qué había elegido precisamente ese restaurante. Sabía que existía, sabía exactamente dónde quedaba, pero nunca antes había venido. Cuando me llamó para pedirme que nos viéramos supe intuitivamente que tenía que ser ahí. Ahí o treinta años atrás. Pensé que quizás la vista la hiciera hablar, la hiciera explicar; que quizás removiendo mentalmente las paredes, el techo, el piso mismo, podría hacerla volver a imaginar esa vida que nunca tuvimos pero que yo no dejé de extrañar. Profundamente. Por unos años.

Los mismos chistes, los mismos comentarios, los mismos tragos, la misma ropa. Nada va a cambiar. Aunque logren tomar la ciudad, nada va a cambiar. No lo permitirían. Se nota por lo que dicen, por cómo lo dicen, en cada chiste o comentario que hacen, en cada historia o anécdota que cuentan; el desprecio, el profundo desprecio. No podía dejarlos de observar. De cierto modo me había casado también con ellos. Pero su presencia en mi vida cada vez me incomodaba más. Tan seguros de si mismos. Tan absolutamente seguros de creerlo merecer todo, lo que tienen y lo que no tienen, lo que crean y lo que quitan. Patéticos, ¿no?, me dijeron al oído. Volteé la cara sin reconocer la voz. Era el poeta. Tenía una cerveza en la mano. ¿Caliente?, le pregunté. Asintió. Años de no verlo, ¿andaba de viaje? En otro mundo, me contestó, otro mundo a la vuelta de la esquina. Nunca pensé verte en una de estas reuniones, añadió, te mirabas tan decidido con tus libretas y tus cuadernos. Lo miré buscando un rastro de sarcasmo en su mirada, pero no lo encontré. Me metí a la universidad, el trabajo, esas cosas, intenté a modo de explicación. Me casé, también. ¡Si pues!, exclamó después de observarme detenidamente por un momento. Ya decía yo que la cara de perro comprado del novio en las fotos de la boda me era familiar. Sos vos, entonces, el flamante nuevo nuero de Rubén. No le caes bien, por cierto. Como si no lo supiera, le contesté, pero ¿por qué lo dice? Porque vos tampoco lo aguantas. Menos a ella. Porque llevas aquí parado más de media hora sin hablar con nadie y chupando como descocido. Y yo nunca hubiera esperado verlo rodeado de este tipo de gente, poeta, le dije intentando desviar la atención que le daba a mi persona. Soy amigo de Rubén. O más bien debería decir que fingimos seguirlo siendo. Ambos sabemos que ya no lo somos, que ya no podemos serlo, pero me sigue invitando a sus fiestas y yo pues sigo viniendo. Cuando no estoy de viaje, claro. ¿Eran amigos?, le pregunté sin esperar una respuesta. Así es, me contestó después de un momento. Vivíamos en la misma colonia y fuimos al mismo colegio. Incluso me acompañó en algunos viajes cuando empezábamos pero rápido dejó de hacerlo. No compartía las ideas. Pensaba que vivíamos simplemente de ilusiones. Lo suyo era la vía rápida. Y ahí lo ves. Lo logró. Asesor del ejército, empresas exitosas, casona, carro del año. Hasta cierto orgullo siento cuando lo veo. Me sorprendió su abierto sarcasmo, su larga respuesta. En las varias veces que lo vi en cafés o bares en esos años nunca intercambiamos más que unas cuantas frases, pero esta vez sentía cierta familiaridad en el tono con el que me hablaba, como si quisiera compartir algo conmigo pero aún no estaba convencido de hacerlo. Decidí probar suerte. ¿No que los poetas hablan poco?, le pregunté. Sólo cuando tienen que aparentar serlo, me susurró al oído. Ya te contaré, añadió en voz alta mientras caminaba hacia donde se encontraba Rubén.

2 comments:

  1. Pacaya, tus buenos textos "sin decir nada". No sé cómo viene a parar aquí hoy, pero me alegro, como siempre, de leerte. Un abrazo, amigo. Qué bien escribes, Kroll.

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    1. Anonymous4.2.12

      gracias Mara... viniendo de vos vale doble. Un abrazote para vos (y otro para el circunspecto del Moi).

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