8.25.2010

Sana entretención

La última vez que lo vi ya no le dije buenos días. ¿Para qué? No hubiera sabido quien era a pesar de haber compartido más de un mes de su vida conmigo. Estaba ya perdido, ido, carcomido por dentro. Desde que lo denunciaron por corrupción y lo despidieron de la agencia internacional para la que trabajaba de asesor; desde que su esposa se suicidó; desde que sus hijos gemelos aparecieron muertos en un barranco en las afueras de la ciudad; desde esa semana infame supimos que no habría retorno posible. Tenía ya los ojos vacuos para el primero de los entierros; para el segundo, ya no estaba ahí. Creo que nunca volvió a su casa después del cementerio. Paró en la primera cantina que encontró y luego en la segunda y luego en la tercera. Durmió en un parque. Al día siguiente sacó todo el dinero que le quedaba en la cuenta y se metió nuevamente a la primera cantina que encontró y luego a la segunda y luego a la tercera. Volvió a dormir en un parque. Ahí lo encontré. Y empecé a filmarlo. Sin mediar palabra. Su silencio lo tomé como un tácito acuerdo. Empezaron a incluir mis reportajes en el noticiero de la noche. Primero unas cuantas tomas, luego un segmento completo. Al cabo de unos días a uno de los ejecutivos se le ocurrió transmitir en vivo durante diez minutos al principio de cada hora. Las llamadas al canal no se hicieron esperar. Querían más. Querían verlo todo, todo el tiempo. Los anunciantes también llamaban sin parar. De la cervecería, de la licorera, de diversas cadenas de comida rápida, de los almacenes de ropa. Los ejecutivos no pudieron resistirse. Cancelaron todos los programas. Empezamos a transmitir en directo las 24 horas del día. Nadie en el canal lo podía creer. No podíamos creer que nuestra audiencia quisiera ver como alguien lo pierde todo, como alguien se va degradando, como alguien va dejando, poco a poco, de ser alguien. Empezamos a hacer turnos con otros camarógrafos y reporteros, y poco a poco fuimos deseando no querer estar ahí, no filmar lo que estábamos filmando. Caminaba por la ciudad, entraba a una cantina, se tomaba unos tragos, salía, buscaba algo de comer. Volvía a caminar hasta encontrar otra cantina y así, aleatoriamente. La ropa se fue desgastando, el rostro deformando. Pero era el silencio lo más duro de entender, lo más duro de sobrellevar. Había sido congresista, había sido ministro, y ahora ya no decía nada, ya no tenía nada que decir, ya no tenía por qué decirlo. Me avergonzaba haberlo encontrado y filmado la primera vez, haber originado la expiación colectiva. Y no pude más. Lo maté. Y ahora estoy preso. Y realmente no sé si estoy preso por haberlo matado o por haberle quitado a la audiencia su sana entretención.

1 comment:

  1. Anonymous25.11.10

    Siguela guey - me gusta...

    Mono

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