El día que compré mi boleto al D.F. me imaginé parado en medio
del Zócalo rodeado de miles de chilangos comiendo tacos al pastor, chilaquiles y
chimichangas al son de decenas de bandas de mariachis, y no pude evitar sentir cierta
angustia ontológica. Me tranquilicé, no obstante, segundos después al recordar
que me acompañarían en la faena dos entrañables amigos argentinos, un psicoanalista
y un sociólogo, y que por ende mi sanidad mental estaría en buenas manos.
Como todo visitante sensato y precavido, lo primero que
hicimos fue intentar conseguir un mapa del metro y nos sumergimos en la primera
estación que encontramos suponiendo que sería el lugar idóneo para conseguirlo.
Sabiendo de antemano las dificultades que los mexicanos tienen para entender el
voseo argentino (que atribuyo a un duelo tácito de egos nacionales), me apuré a
preguntarle a la señorita que atendía la caseta donde venden los tickets, en el
más universal de los españoles posibles, si tenía de casualidad un par de
mapitas del metro que nos pudiera dar o, incluso, vender, si no fuera mucha
molestia, por favor. La señorita, muy amablemente eso sí, me respondió que
lamentablemente no tenía ningún mapa del metro, agregando luego de un momento
que lo más probable era que pudiéramos conseguirlo en una estación del metro. Sin
ponernos de acuerdo, observamos detenidamente nuestro entorno intentando
confirmar que estábamos dentro de una
estación del metro y que no habíamos sido de pronto trasladados, como a veces
sucede en Latinoamérica, a una comisaría u otra dependencia estatal. Optamos
por no insistir pues si hay algo que sabemos los latinoamericanos es que la
realidad del ciudadano común y la del burócrata no siempre coinciden (y argumentar
lo contrario puede tener las más nefastas consecuencias), y nos adentrarnos a lo
que al menos para nosotros, incautos visitantes, parecía ser una estación del
metro.
Actuando en contubernio, la revista cultural y el mapa del
metro nos llevaron al día siguiente a lo que se convirtió en el evento del viaje: la lucha libre. Si
bien recordaba haber disfrutado allá por los ochentas de Titanes en el Ring y
los míticos duelos entre Martín Karadagián y La Momia, mi gusto por la
violencia espectacular es más bien escaso, pero mis amigos argentinos, que
quizás vieron a Martín en vivo en Buenos Aires, demostraron tanto interés por
ir que no pude evitar contagiarme de sus ganas, mismas que se incrementaron al llegar
a la Arena México. Decenas de puestos de comida y cientos de puestos donde
vendían, entre otros suvenires, las famosas máscaras de los luchadores (la de
El Santo, el más querido y mítico de los luchadores mexicanos, siendo la más pedida),
servían de preámbulo a lo que según los promotores era la pelea del año:
Místico, la sensación del momento, se enfrentaría a Dragón Rojo Jr. por el
cetro del Consejo Mundial de Lucha Libre. Adentro, sin embargo, la Arena estaba
más bien vacía y pudimos concentrarnos, alternando mala con pésima cerveza, en
las luchas preliminares para darnos una idea, antes del esperado combate final,
de las reglas y ritos que rigen la lucha.
Los combates de lucha libre son esencialmente perfomativos
pues ritualizan una decisión que ha sido tomada de antemano por los promotores
de acuerdo a sus intereses económicos. Antes de subir al cuadrilátero, antes de
que la pelea pública en sí comience, ya ha sido pactado quién será el ganador y
quién el perdedor. El público no sabe quién vencerá, pero sí sabe que la
decisión ha sido ya tomada y que será partícipe del espectáculo que legitima
esa decisión. Lo que el público viene a ver, por ende, no es tanto quién gana
sino cómo gana; y claro, el público
tiene sus preferencias. Algunos apoyan a los rudos que, generalmente, no respetan las reglas, se valen de
cualquier artimaña y vencen más por la fuerza que por la técnica; otros
prefieren a los técnicos, luchadores
cuya técnica y respeto por la tradición y las reglas les da cierto carisma y
dimensión ética. Así vista, la lucha libre es un fiel espejo de la política pues
el espectáculo es más importante que las propuestas, las decisiones importantes
no se toman en la arena pública sino tras bastidores, y las elecciones son
simplemente el rito colectivo que legitima una decisión previa. Sucede en todas
partes, sin dudarlo, pero en México, y sobretodo durante los más de setenta
años que duró el gobierno del PRI, la puesta en escena es quizás más evidente.
Al terminar la pelea final—que, como era de esperar, ganó
Místico—nos dirigimos a una vieja cantina en Roma Norte esperando presenciar,
en sintonía con la noche, algún duelo de borrachos al son de Pedro Infante,
José Alfredo Jiménez o Vicente Fernández. Pero grande fue nuestra sorpresa al
encontrarnos con una variopinta gama de personajes compartiendo placenteramente
mientras sonaban canciones de Infante, Jiménez y Fernández, pero también de Ely
Guerra, Caifanes y El Gran Silencio. Una pareja, los niños dormidos sobre la
mesa, conversaba amenamente de política con unos señores mayores que jugaban al
ajedrez, mientras en la mesa contigua un grupo de jóvenes con ropa de marca y
los últimos gadgets en mano decidían
a cuál discoteca en Polanco irían. Ahí empecé a sospechar lo que al día
siguiente comprobaría: que el cuadrilátero de la lucha libre y la política
partidista mexicana pertenecían a una concepción de la ciudad, la cultura y la
sociedad mexicana completamente anacrónica.
Habíamos decidido de antemano dejar dos lugares emblemáticos
para el domingo asumiendo que ese día podríamos ver en su máximo esplendor los
usos y abusos del espacio público: el barrio-mercado de Tepito y el Zócalo. Cuna
de incontables luchas sociales y guarida de narcotraficantes y criminales, Tepito
es hoy por hoy más conocido por ser la meca del mercado informal, el
contrabando y la piratería. Si bien nos alentaba más el afán antropológico que
el netamente mercantil, fue imposible no agenciarnos de algunos libros, MP3s, y
uno que otro objeto de dudosa utilidad y procedencia. Pero más imposible fue no
darse cuenta que Tepito es un cuadrilátero muchísimo más versátil y
representativo que el de la Arena México; un cuadrilátero donde los combates
pueden realmente ser a muerte y la decisión nunca está tomada de antemano sino,
más bien, se construye día a día. Residentes del barrio defendiendo su derecho
a no ser desalojados; familias de escasos recursos estirando el pago semanal;
amas de casa buscando ese algo que les haga la vida más llevadera; jóvenes en
busca del perfume, chaqueta o accesorio que, aunque sea chafa, eleve su status
social; todos, de una u otra forma, luchadores de pequeñas y grandes combates
entrelazando un poco de rudo y de técnico con mucho de espontaneidad e
imaginación.
El Zócalo, por su parte y tal como lo imaginé, estaba en
efecto repleto de chilangos comiendo tacos, chilaquiles y chimichangas al son
de decenas de bandas de mariachi, pero también de decenas de grupos pidiendo
por la libertad de los presos políticos, apoyando las luchas zapatistas en
Chiapas, exigiendo el fin de la guerra contra las drogas y la renuncia de
Calderón, o reclamando por una educación gratuita y de calidad. Cientos de
expresiones, demandas y reclamos populares que contrastaban profundamente con
la enorme instalación construida en el centro del Zócalo para celebrar los cien
años de la Revolución Mexicana y los doscientos de la independencia de España, misma
que parecía más un larguísimo y monótono comercial del Instituto Mexicano de
Turismo para atraer visitantes de amplio crédito, que una celebración de la
compleja sociedad y cultura mexicanas. A todo esto, me dije, se debe la pérdida
de popularidad de la lucha libre y el rechazo generalizado a los partidos
políticos. Tanto la vida de la ciudad—sus bares, discotecas y cantinas, sus mercados
y plazas públicas, sus taquerías y ventas ambulantes—como las múltiples luchas e
identidades de su gente no pueden ser ya contenidas en un cuadrilátero, partido
político o instalación oficial, ni tampoco reducirse a simples oposiciones del
tipo bueno-malo, rudo-técnico.
Por la hora, por el cansancio acumulado, por la necesidad de un
poco de silencio y privacidad luego de un largo día en la cosa pública, decidimos
tomar un taxi de regreso. Luego de que el taxista se cambiara de carril
constantemente, se pasara las luces en rojo, vociferara a diestra y siniestra, y
realizara una maniobra suicida para atravesar la Glorieta de la Diana Cazadora,
mi amigo psicoanalista le preguntó retóricamente al taxista si era complicado manejar
en el D.F. El taxista, tomando la pregunta como una invitación al debate
metafísico, le contestó que sí, que tenía toda la razón, que en efecto era
difícil manejar en la ciudad, que era un poco complicado eso de que unos fueran
para la derecha, otros para la izquierda y otros siguieran recto.
En efecto, me dije, de eso se trata. Las rancheras, la Virgen
de Guadalupe, la Revolución Mexicana, Diego Rivera, El Santo, Frida Kahlo,
Chabela Vargas, Zapata, Villa, Marcos, el Chapulín Colorado y la lucha libre,
entre muchísimos otros, son la guía para intentar descifrar quién va para la
derecha, quién para la izquierda y quién sigue recto sin desfallecer en el
intento. Eso era precisamente lo que hacían la señorita del metro y el vendedor
de baratijas, los borrachos, las familias, los jóvenes y los ajedrecistas, la
muchedumbre en Tepito y la multitud en el Zócalo, e incluso el taxista mismo. El
D.F. es como un monstruo de cien mil cabezas que amasa todos los ritos,
rituales, personajes, costumbres, tradiciones, leyendas, símbolos y mitos, los
macera y los sirve en cada esquina; y claro, como sucede con los tacos, cada quien
intenta añadirle lo que le agrada y quitarle lo que le disgusta. Pero del chile
y la tortilla nadie se salva.
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