Que ningún ciudadano sea bastante opulento como para poder comprar a otro, y ninguno tan
pobre como para verse
obligado a venderse.
Rousseau, El Contrato Social
¿Cómo puede matar uno o hacerse matar por unos tenis?, preguntará usted que es extranjero. Mon cher ami, no es por los tenis: es por un principio de Justicia en el que todos creemos. Aquel a quien se los van a robar cree que es injusto que se los quiten puesto que él los pagó; y aquel que se los va a robar cree que es más injusto no tenerlos.
Fernando Vallejo, La Virgen de los Sicarios
Cualquiera sea su causa o
justificación, un estado en guerra siempre tiende al autoritarismo, al
militarismo y a un gobierno despótico y represivo que, las más de las veces, hace
uso de estados de excepción y la suspensión de garantías y derechos
constitucionales. En Guatemala, el ejemplo más notorio de esto es el conflicto
armado interno, pero incluso hoy en día seguimos viviendo, quizás de manera más
difusa y menos abierta, en guerra. A diferencia del conflicto
armado interno, en este caso no se trata de una guerra entre oponentes con una
ideología más o menos articulada sino de una guerra contra un “enemigo” difuso
y sin rostro, ideología o uniforme.
Para el estado y aquellos que se
benefician del status quo, el “enemigo” a vencer hoy por hoy es la violencia en
sus diversas manifestaciones físicas—crimen organizado, narcotráfico, maras,
etc.—y por ende pregonan la necesidad de implementar una política de mano dura que
esencialmente consiste en combatir la violencia con violencia. Dados los
niveles de violencia y la tradición autoritaria y militarista de la sociedad
guatemalteca, es entendible hasta cierto punto que este tipo de políticas sea
respaldada por sectores amplios de la población. Pero si al menos algo
deberíamos de haber aprendido de la siniestra historia guatemalteca es que el
autoritarismo, la represión y la violencia estatal no solucionan los problemas
políticos o sociales sino solamente los postergan y, en la mayoría de casos,
los agravan. En otras palabras, las políticas o actitudes represivas son una
especie de eyaculación precoz: el goce, breve; la frustración, prolongada. Más
aún, estas políticas represivas y el enfoque mediático en la violencia
objetiva, directa y física (asaltos, secuestros, robos, asesinatos, etc.) busca
evitar que la atención y la discusión se centre en torno al verdadero
“enemigo”, es decir, en torno a la violencia subjetiva de un sistema político
inherentemente exclusivista que genera pobreza y, sobretodo, desigualdad.
Digo sobretodo desigualdad porque la
pobreza, así como la riqueza, son condiciones relativas. La desigualdad, como
el concepto mismo lo implica, es la posición relativa de unos respecto a otros no
sólo en lo económico, sino también en lo político, cultural y social. La
igualdad no es ser todos identitariamente iguales; tampoco lo es ser
formalmente iguales ante la ley y menos aún poder consumir lo mismo. La igualdad
es, más bien, el tener las mismas posibilidades, opciones y expectativas. Una
sociedad que tiende a la igualdad es una
sociedad que busca que todos tengan acceso a las mismas experiencias,
posibilidades y expectativas, y que por ende optar por unas sobre otras sea una
decisión personal y nunca una decisión forzada o inexistente, es decir, una no-opción. Una
sociedad que tiende a la desigualdad es, por ende, una sociedad que tiende a negar
sistemáticamente a unos el acceso a las experiencias, posibilidades y expectativas
que otros tienen o pueden tener. Es esta desigualdad y no la pobreza lo que
genera resentimiento, desprecio, ira, temor, miedo, frustración y violencia.
Y es por ello que he escrito
“enemigo” entre comillas, pues la pobreza o la desigualdad no son, en sí mismas,
“el enemigo.” El verdadero enemigo son aquellos y aquellas (individuos, grupos,
organizaciones, instituciones, etc.) que se oponen—abierta o subrepticiamente,
directa o indirectamente—a la eliminación o disminución de la desigualdad y por
ende de la violencia sistémica. Esta no se combate con violencia o armas;
tampoco con esa seudo-democracia representativa que cada cuatro años busca justificar
y avalar al sistema mismo de desigualdad y exclusión. La desigualdad y la
violencia, por el contrario, se combaten con democracia directa y participativa;
es decir, con formaciones autónomas, horizontales y no autoritarias cuyos
marcos de referencia y acción no sean el estado ni la toma de poder sino, más
bien, la organización de lo común en beneficio, primeramente, de los que no son
iguales. Se trata, pues, de optar por una concepción de lo político y lo social
basada en la justicia: la igualdad radical y absoluta ante el otro,
cualquiera que éste o ésta sea.
Es por ello que hoy más que nunca debemos evitar a
toda costa que los interesados en mantener el status quo usen la guerra contra
el crimen organizado y la violencia como justificación de políticas y actitudes
represivas y autoritarias. No abogo, obviamente, por una especie de laissez faire laissez passer criminal. Parte
de la solución a la violencia sistémica es Indudablemente la existencia de una
adecuada protección ciudadana y la implementación de un sistema de
investigación y justicia eficiente y absolutamente independiente. Pero estos
por sí mismos no son ni nunca serán suficientes. La única forma de erradicar la
violencia física, de disminuir las tazas de asesinatos, secuestros, robos,
violaciones, etc. es eliminando la violencia subjetiva de un sistema inherentemente
injusto e intrínsecamente desigual. No es una solución a corto plazo, pero es
la única solución a mediano y largo plazo, la única solución sistémica.
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